jueves, julio 31, 2008

El arte de comer pizza…

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Poco tiempo atrás recibí, a través de e-mail, el texto de un manifiesto masculino. Me lo envió una amiga, a la cual se lo agradecí mucho, porque me hizo reír con mandíbula batiente. Teniendo en cuenta mi retorcido sentido del humor, muy vinculado con el de personajes tales como Alfred Jarry, Salvador Dalí o Woody Allen, habría que tomar muy en cuenta que a mí no se me hace reír con cualquier cosita. Ahora, siguiendo un poco el ejemplo de tal manifiesto, haré algunas observaciones que tienen mucho que ver con la naturaleza tanto de hombres como de mujeres, las cuales son —para felicidad de los heterosexuales que vamos quedando— diametralmente opuestas a nosotros.

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Siempre me he referido a tales diferencias con ejemplos prácticos y de fácil comprensión. Y no encuentro una referencia mejor, para comenzar, que repetir aquello de que «Dios los cría y ellos se juntan». Tenemos muy claro que, aunque siempre haya excepciones, a los hombres nos suelen gustar los perros, en tanto que las mujeres acostumbran preferir los gatos. Ahora bien: toda vez que alguna mujer argumenta que «también le gustan los perritos», es regla general que se esté refiriendo a unas burdas o patéticas imitaciones, que se parecen muchísimo más a coquetos o ridículos juguetitos de peluche que a perros de verdad. Ustedes ya saben: que los pekineses, que los salchichas, que los chihuahuas, que los cocker spaniel o que esos detestables y afeminados french poodles. A los hombres, en cambio, suelen gustarnos los perros pastores, los perros de combate, los perros de pelea… Unos animalotes que por lo general sean grandes, malos, con toda la traza de asesinos o matones profesionales y que, de ser ello posible, también masquen tabaco y lo escupan —tan despectiva como ruidosamente— por el colmillo… Y cuando nos agradan los gatos, solemos preferir aquellos con los que no se juega impunemente. Es decir: leones, tigres, panteras, jaguares o pumas. O sea, los grandes gatos. Pero ellas, en cambio, prefieren a los mininos ínfimos, tanto o más decorativos que sus esperpénticos perritos de peluche. Unos gatos patéticos que, en lugar de cazar búfalos o antílopes, apenas alcanzan para cazar ratones temblorosos, ardillas despistadas o pajaritos asustados.

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En cuanto a diferencias, bastaría sólo con ver cómo comen, tanto unos como otras, para comprobar lo antes dicho. Los hombres, al igual que los perros, primero nos babeamos encima de una comida que generosamente seguimos olfateando y, sin mediar ni ceremonias ni vacilaciones, de inmediato nos ponemos a la tarea de devorar con grandes dentelladas y gruñidos de satisfacción… Por el contrario, las mujeres, al igual que los gatos en miniatura y los perritos de utilería, degustan.… Lo cual, más que comer, es practicar una forma muy sutil de arte, algo así como un complicado e incomprensible (para nosotros, claro) ballet gastronómico. Verdaderamente: presenciar de qué manera comen algunas mujeres, significa asistir a un espectáculo más bien digno de candilejas que de restaurantes… Ellas manejan los cubiertos con destreza y suavidad. Seleccionan pequeños trocitos de lo que están comiendo y los llevan hacia la boca con segura y graciosa elegancia (¡sin derrapar sobre el mantel siquiera una molécula!). Inmediatamente después, mastican lenta, despaciosamente, degustando con delicadeza y placer, como si estuvieran exclusivamente atentas a los mensajes sensoriales de cada una de sus papilas gustativas. Por supuesto que jamás se babean. Y tampoco hacen gárgaras con ese vino blanco que tanto les gusta beber en las comidas. Existe un arte tan especial en todo esto, que con cada uno de esos virtuosos bocados femeninos a uno le entran ganas de prorrumpir en aplausos y aclamaciones. Todo el método descrito explica, fehacientemente, el por qué ellas serían capaces de tardarse veinte minutos en medio comer —tal vez apenas picotear— aquello que nosotros, mucho más prácticos y directos, podemos y acostumbramos devorar en apenas cuestión de segundos.

Obsérvese también a esos mininos ínfimos que son tan del gusto femenino, los gatos. Ellos, que a pesar de su pequeño tamaño son depredadores de sumo cuidado, suelen comer sus refrigerios exhibiendo unos modales exquisitos, los cuales no abandonan ni siquiera cuando están catándolos directamente desde un apestoso tacho de la basura. Observándolos embebidos en tales menesteres, uno no puede menos que imaginárselos con el sombrero y los guantes mugrosos de aquel enternecedor Top Cat de los dibujos animados, es decir, el cínico y estirado protagonista central de «Don Gato y su pandilla». Demás está decir que mujeres y gatos también comparten muchos otros comportamientos de llamativa similitud. Por ejemplo: tanto unas como otros acostumbran emplear larguísimos períodos para acicalarse y lavarse con primoroso celo e imperturbable escrúpulo. Y, sólo por citar apenas otro pequeño detalle: tanto ellas como ellos son seres de suprema complejidad psicológica (lo cual significa que uno podría pasarse una vida entera tratando de entenderlos, pero de seguro moriría sin conseguirlo).

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Ahora bien. Tanto perros como hombres solemos ser unos individuos abrumadoramente sencillos. Por regla general, sólo nos ha sido dado comprender simplezas tales como que la menor distancia entre dos puntos consiste siempre en una línea recta. Los hombres somos buenos para manejar autos, para los deportes de contacto, para rastrear narcotraficantes, para ir a las guerras, para cuidar valores o residencias, y para levantar la pata ahí donde nos tiente la urgencia (y si la levantamos en algún mingitorio, somos aún mejores para olvidar que el agua fluya lo suficiente como para borrar el rastro). Demás está decir que tamañas coincidencias con el gremio canino nos han llevado a ser excelentes camaradas, porque nos comprendemos mutuamente y estamos cómodos los unos en compañía de los otros. Todo el mundo habrá visto comer a algún hombre, y habrá visto comer a algún perro… Lo cual me exime de mayores comentarios al respecto.

Eso sí: justicia será decir que muchas veces, tanto por culpa de la férrea dictadura femenina como por imperativos de esa sociedad que nos esclaviza, los hombres tenemos que comer… ¡No precisamente como verdaderos hombres! Aunque tampoco como mujeres, claro, puesto una hazaña de tales dimensiones resulta imposible. Por lo menos para los hombres que somos eso y no cualquier otra extraña variación psicosomática. Pero he aquí que comemos… ¡De acuerdo con las reglas de las mujeres! Nunca imitándolas, porque eso ya sería una misión imposible. Pero sí con sus reglas. Lo cual significa sentarse a la mesa (¡con lo entretenido que es comer parado frente al mueble de la cocina o repatingado delante del televisor, viendo deportes o películas de vampiros!); con una servilleta sobre las piernas —me resisto a decir «falda»—, cuando es por todos bien sabido que uno dispone del antebrazo para limpiarse el hocico. Pero sigamos con la tortura: debemos esperar, con docilidad ovina, la aparición de una comida que ha sido servida en platos previamente calentados (¡por Dios!). Y la espera se hace previo educado posicionamiento frente a unos cubiertos bien alineados (según las reglas inventadas por algún psicótico personaje). Allí dispondremos de un vaso para el agua y de otro para el vino (cuando todos saben que en el estómago todo se convierte en una alegre mezcolanza, absolutamente indiferenciada). Para mayor tortura, allí encontraremos unos cubiertos que son para la carne y otros que son para el pescado (eso sí que parecería toda una joyita del humor negro). Etcétera ¡He ahí montada la tragedia, una verdadera tortura china! Y he ahí, también, la represión violenta de nuestra generosa naturaleza masculina, de nuestros instintos atávicos. Algún día, cuando esté comiendo de esa manera en algún restaurante, haré que me filmen o fotografíen, tan sólo para comprobar si las fotos o la filmación resultantes habrán de provocarme, una vez que esté contemplándolas, reír como un poseso o gimotear y lloriquear como un gusano.

Existen, por tanto, algunas comidas que pertenecen al reino de las mujeres y otras que son casi exclusivas para hombres. ¿Comidas de mujeres? Bueno, son incontables. Váyase nomás a cualquier restaurante «de reconocido prestigio» o de «sofisticado buen gusto» y recórrase atentamente el menú. Casi de inmediato aparecerá el Stroganoff por acá. Despuntará la Villeroy por allá. Poco más adelante aparecerán las lengüitas de codorniz embebidas en salsa purpúrea de la guerra de Crimea… Por allí resplandecerá, desde finas letras de molde, esa sofisticada cremita de orillas de pétalos de orquídea, aderezada con suspiros de ambrosía… Y en fin, ¿para qué cansar con una morosa descripción que excedería, ampliamente, los límites materiales de una guía telefónica? En cambio, existen aquellas excelentes comidas que son propias de hombres, tales como el asado criollo; como las viejas y deportivas empanadas… ¡Y como la pizza! ¡Oh, Señor de los Ejércitos! ¡La pizza! ¡Ese inimitable manjar de los dioses! Esta última es una de las comidas más masculinas que conozco y sólo puede comerse, debidamente, como solamente nosotros podemos y sabemos hacerlo. Es decir, de acuerdo con un rito muy particular que sólo quienes somos iniciados —obvia y exclusivamente, hombres— conocemos y practicamos con tesonero virtuosismo.

A estas alturas, alguien seguramente se preguntará, ¿y cómo debería comerse correctamente una pizza? Bueno, en primer término deberíamos trocar verbos, puesto que en buena ley, una pizza jamás se «come» ni mucho menos, todavía, «se degusta» o «se paladea». Antes bien, tamaña delicia del Olimpo deberá «engullirse», «fagocitarse» o cuando menos «devorarse». Ahora bien: para ilustración de mis escasos pero fieles lectores, trataré de dar una descripción aproximada de esta refinada liturgia. Como primera providencia, deberá tratarse de una pizza de aquéllas, ¡verdaderamente grandes! (extra large). De ésas que vienen «con todo» (cuanto sea posible imaginar, cuando menos) y que, encima de ello, ostente una irresistible cobertura de triple queso mozzarella (aunque, para decir verdad, en lo personal preferiría el queso oaxaca)… Agreguemos que toda pizza que se precie de serlo deberá humear en el momento previo al festín, exhalando sus atormentadores aromas y efluvios por varias cuadras a la redonda, en tanto que el bellísimo queso mozzarella (si es que no fuese oaxaca) deberá chorrear con generosidad pantagruélica, derritiéndose sibaríticamente en espesas oleadas de colesterol, hasta desbordarse por los costados (de la pizza, claro)… Tan inenarrable deleite gustativo habrá presentarse —ello es de absoluto rigor— acompañado por un par de botellas, ¡cuando menos!, de buen vino tinto, pero no de cualquier clase, sino uno de aquéllos que, toda vez que se derraman por accidente algunas gotas sobre un piso de baldosa, en lugar de manchas violáceas suelen dejar como huella unos ominosos agujeros humeantes, extrañamente similares con esos cráteres lunares que han sido recién impactados por un meteorito asesino. Tratándose de tal vino, habrá de servirse en vasos de verdad, es decir: aquellos que son grandotes y de cristal grueso (fabricados sin mínima huella de refinamiento), los cuáles tendrán que llenarse hasta rebosar. Y sólo después de haber cumplido escrupulosamente con ese complicado ritual de preparación… ¡A comer se habrá dicho!

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La primera condición exigible en el momento de pasar a perpetrar el rito sagrado, será tener los ojos suficientemente inyectados en sangre. Pongamos por ejemplo: tal cual solía exhibirlos Christopher Lee toda vez que personificaba al conde Drácula en aquellas recordadas películas de la Hammer Films. La segunda, habrá de consistir en emitir con volumen suficiente unos gruñidos guturales y salvajes, los cuales se encargarán de expresar debidamente, en sus amenazadoras disonancias, un nudo gordiano de puro éxtasis mesozoico. La tercera, comenzar a devorar el archisabido manjar de los dioses —más que de ningún otro, del viejo y divertido Dionisos— utilizando las manos, convertidas para tal efecto en garras sarmentosas y convulsas, y agregando al repertorio conductual, sin perder instante, unas feroces dentelladas, tan feroces como aquellas que más de algún nostálgico del séptimo arte podrá rememorar en las entrañables películas del hombre lobo (por supuesto, en el ínterin está absolutamente permitido babearse profusamente, al exacto estilo de aquella encantadora criatura extraterrestre de la serie «Alien»). La cuarta condición, tan imprescindible como irrenunciable, consistirá en que mientras se esté devorando la pizza con entrecortados rugidos de éxtasis, la mozzarella deberá chorrear, ¡abundante!, ¡generosa!, ¡pantagruélica!, por el hocico de quien tan diligentemente devore o degluta o fagocite la pizza. La quinta, tendría que ser intercalar los pedazos enteros de pizza —cada uno de los cuales deberá ser devorado con una única y magistral dentellada, sin que importe mayor cosa el tamaño— con vasos enteros del vino que ya sabemos, con el cual se aprovechará para improvisar unas gárgaras tan ruidosas como festivas, antes de dejarlo bajar en torrente azufroso y ríspido hacia la cavidad estomacal… Personalmente, aconsejo que si en tales momentos de éxtasis supremo, uno (el fagocitador o devorante) observara que alguien más se acerca hacia su sector de la pizza, deberá gruñirle todo lo amenazadoramente que sea posible, mostrando toda la dentadura y dándole así a entender que un acercamiento mayor podría desencadenar un hecho de sangre. (Es por eso que la manera más recomendable de comer pizza es en soledad, de forma tal que tales gruñidos estén exclusivamente destinados a esas psicodélicas alucinaciones que, en algún momento del condumio, seguramente habrá de provocar la ingesta inmoderada del vino previamente recomendado).

Después que uno hubiere rebañado hasta la última migaja y además hubiese terminado de sorber con rugidos de satisfacción hasta las últimas gotas del vino —derramado— que todavía no hubiesen alcanzado a perforar el piso, los puristas aconsejan echarse a descansar en un camastro, de la misma manera que acostumbran hacer las boas después de una ingesta, y dormirse alegremente entre ronquidos, gruñidos, pataleos convulsos y algún que otro manotazo espasmódico al aire, que tanto pudiera estar destinado a atrapar alguna pizza voladora como a espantar las persistentes imágenes de ese delirium tremens que de buen seguro habrá sobrevenido gracias al vitriólico jugo de Noé.

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Esa extraña locura de las últimas semanas

En estos últimos días, el país entero anduvo alborotado hasta extremos inimaginables. Como soy un personaje sumamente despistado y no sabía de qué se trataba todo aquello, se me dio por preguntar y alguien me dijo, muy a la pasada —pues caminaba con una prisa a todas luces excesiva—, que estábamos en «pleno proceso de erecciones». También a las apuradas, aunque ya desde mayor distancia, pregunté a continuación: «¿Erecciones? Pero, ¿de qué clase?»… «¡De las mejores que se pueda imaginar! ¡Son nacionales!», me contestó a grandes voces el individuo, mientras se perdía en la vuelta de una esquina como alma que lleva el diablo. De hecho, y habiendo comprendido el asunto en toda su milimétrica dimensión, me puse a la tarea de recabar más información a ese respecto.

Debo decir que, desde un principio, no he tenido ni el más leve interés en aquel relajado y ominoso asunto. Felizmente, de un tiempo a esta parte soy absolutamente impotente, y para colmo de dichas, también por completo estéril (ello no ha impedido que le diera la felicidad a muchas mujeres e incluso tuviera algunos hijos… Si bien alguna gente, de esa que es mala y comenta, insista en llamarme «cornudo»). Pero eso no quiere decir que deje de prestar atención a los fenómenos que se producen a mi alrededor. De manera que, atento a los afanes y desvelos de mis conciudadanos, comencé a informarme —y horrorizarme— acerca de aquel penoso asunto… ¡Y no se imaginan la de cosas, casos y personajes por demás estrambóticos que he visto en tan sólo unos pocos días! Porque este embarazoso —en todos los sentidos imaginables— asunto de las «erecciones nacionales» se ha estado ventilando con viciosa profusión a través de la prensa, la radio, la televisión abierta y el cable. ¿Alguna vez se habrá visto concupiscencia mayor?

Por allí andaba —y sigue andando— un señor que proclama, a los cuatro vientos, que él «la tiene dura». Y para colmo de perogrulladas, agrega, con más frecuencia que la debida: «¡teniéndola bien dura, se puede lograr!»… ¿Y con eso qué? ¡Chocolate por la noticia! Es de imaginar que, tratándose del asunto que se ventila, tal cosa es lo menos que se podría esperar de él: un apropiado grado de rigidez, acompañado por una apreciable cuota de energía. Sin embargo… ¡Esperen, todavía!, porque también he visto, con harta frecuencia, a otro señor, el cual se pasa todo el tiempo llenándose la boca (también gesticula, en forma evidentemente obsesiva) acerca de que «su paloma para aquí», «su paloma para allí», o «su paloma por más allá». Y como si estas desvergonzadas insinuaciones fueran poca cosa, a todas horas y por todos lados se le ha visto esgrimiendo y exhibiendo el tal plumífero animalito, con una insistencia que, mucho más que provocativa, parecería en absoluto enfermiza. ¡Aunque eso no sería nada!… Pues por ahí circula otro señor más, quien siempre anda enarbolando, en lugares bien visibles, un dedo que se mira puntiagudo, alzado y enhiesto (en una más que evidente y provocativa simbología fálica), mientras despotrica de lo lindo acerca de que «los buenos somos más y sí podemos conseguirlo»… He ahí otro perogrullazo (acción de perogrullar o andar diciendo perogrulladas), puesto que, si son tan «buenos» para «ese asunto» (ya sabemos cuál), entonces, no deberían tener la menor dificultad para «conseguirlo» (ya sabemos qué)… Y encima, ¿para qué tamaña insistencia exhibicionista con ese bendito dedo? Mas, como si los anteriores ejemplos no resultaren suficientes, por ahí deambulan sin descanso esas dos señoras, quienes se empeñan en andar proponiendo unos ambiguos «encuentros» a Dios y medio mundo, de los cuales (me refiero a los «encuentros», no a «Dios y medio mundo») me privo de pensar y también de escribir, dado que un pudor natural inhibe mi pluma… La cual, por cierto, nada tiene que ver con palomas ni con cualquier otro bicharraco emblemático por el estilo, que aquí conste.

Sin embargo, he ahí que tan penosos espectáculos se han estado multiplicando con asombrosa prodigalidad durante las últimas semanas, ¡las 24 horas de cada día!, gracias al desenfrenado entusiasmo no sólo de los hasta el momento mencionados, sino de muchos otros personajes por el estilo, a quienes ese asunto de las erecciones parece tenerles emocionados hasta los mismos límites no ya del éxtasis, sino del infarto. Uno se rasca la cabeza y se pregunta cuál será, en definitiva, el premio para tamaño exhibicionismo y el motivo para tan desmesurada obsesión por todo tipo de mediciones. ¿Acaso no sabrán que lo importante no es el tamaño sino la habilidad para hacer buen uso de aquello que se tiene? De hecho, los permisivos eslóganes acerca de que «éste puede», «aquél lo conseguirá» o «fulanito excederá por amplio margen» (¡vaya morbosidad con ese tema de la longitud y los centímetros de menos o de más), ya están a punto de sacarme canas verdes… O anaranjadas… ¡O del color que fuere! Y no diré que me tienen «patitieso», para no ser malinterpretado por esos ruines del pensamiento que se la pasan avizorando el pecado y escuchando la perversión por todas partes (las íntimas, las públicas, las apenas imaginadas y aquéllas ni tan siquiera sospechadas).

Vean si no, ustedes, a ese señor del bigote, quien proclama a los cuatro vientos que «todo se hará en CASA» (bueno, después de todo sería mejor ahí que en la vía pública, digo). Y fíjense además en aquel otro, el cual manifiesta, con respecto a unos tales «patrones», esa típica patología enfermiza y freudiana que ha sido definida como envidia del pene. Pero, ¡carambolas, Batman! ¡Que por allí andan algunos que lo quieren «hacer BIEN»! (que les aproveche, entonces, si es que pueden)… ¡Que por allá otros se quieren poner, en cuanto a ese asunto, completamente «al DÍA»! (esperemos que lo consigan, cuando menos algún día de ésos)… ¡Que los de más allá prometen hacerlo o perpetrarlo «en el FRENTE»! (esperemos que la Policía esté en ese momento mirando para otro lado, como es su costumbre)… ¡Y que aquellos otros lo van a perpetrar todos unidos bajo el sol! (¡Ah, picaruelos!)…
Para decir verdad, existe una irrefrenable oleada de satiriasis política que está saturando el ambiente del país. Y por otra parte, el Ministerio de Salud Pública ha advertido, si bien tímidamente (para no salirse de lo habitual), sobre una muy posible y a todas luces incontenible (al parecer no existe el suficiente existencia de vacunas) epidemia de priapismo ideológico. En cuenta de todo ello, el Arzobispo Metropolitano, la Conferencia Episcopal y el Concilio Evangélico, por no mencionar la Asociación por la Decencia y las Buenas Costumbres, el Presidente de la República y el superior Gobierno, deberían tomar cartas en el asunto frente a tanto desborde de pornográfico desparpajo. Pues a mí, que como ya adelanté soy impotente y estéril, todo este circo de «erecciones por aquí» y «erecciones por más allá» me tiene ya hasta la coronilla. He dicho.

lunes, julio 21, 2008

Acerca de mi Musa…

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En un artículo anterior hablé de la inspiración, de cómo crear una obra literaria inmortal, y de la importancia de la musa dentro de todo este asunto. Pues ahora diré algo más: hoy día cuesta un bigote conseguir una musa. Y no es tan sólo que las musas ahora no abunden, sino, mucho peor todavía: que por esos caminos de Dios deambulan algunas que ahí les cuento. Después (claro), la gente, que es mala y comenta, suele opinar que los escritores somos un desastre, que cuando no escribimos mal lo hacemos peor, que padecemos de una incoherencia aguda, que de seguro escribimos o borrachos o drogados… Que esto, o que lo otro, o que lo de más allá… Pero no se detienen ni un momento a pensar en nuestro grave problema con las musas. ¡Eso sí que no! Mándennos, nomás, a escribir sin musa, y se hará realidad la lúgubre presunción del gordito Víctor Púa, aquel entrenador de la selección uruguaya de fútbol, cuando expresó, con acento lastimero: «…¡Me mandan a la guerra armado con escarbadientes!»… (Tenía que disputar la Copa Sudamericana con un grupo de juveniles, pese a lo cual salió subcampeón, y apenas resignó el título frente a Brasil, que había llegado a la cita con todas sus estrellas internacionales).

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Pero esto es hogaño. Antaño, las musas abundaban y alcanzaban para la inspiración de un montón de escritores del siglo XIX y principios de XX. Bueno, a fuer de completa sinceridad, no sólo ellas: también el ajenjo, el opio y la morfina, cuando no el efluvio concentrado de las cloacas… Y mi problema radica en lo reacio que soy a ingerir cualquier estimulante que sobrepase el poder de una vulgar aspirina. Por aquel entonces, ellas (las musas, no las aspirinas) deambulaban por discretos jardines, siempre amables y casi etéreas, susurrando de vez en cuando algunos sabios consejos en los ansiosos oídos de creadores literarios y otros artistas. Aunque vestían (ls musas, no los artistas) telas vaporosas, con encajes, lacitos y todo aquello, de seguro eran unas tipas bellísimas, con unas caritas del mismo tipo que Liv Tyler y cuerpos al estilo de Kate Beckinsale… ¡O viceversa! Aquellas bellísimas musas olían a destellos de ambrosía y sus voces eran una mezcla impresionante de armonías celestiales, con un toque acentuado de sex appeal profundo. No en vano fabricaron, ellas, un montón de grandes escritores y también algún que otro premio Nóbel de literatura. Musas eran aquéllas, las de antes, pues como bien ha sido dicho, todo tiempo pasado fue mejor.

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Según la tradición de Grecia clásica, las musas eran nueve, todas ellas hijas del divino Zeus y una misma madre: Mnemósine (la Memoria). A cada una de las musas le correspondía una función específica. Calíope representaba la elocuencia. Clío destinaba sus afanes a la historia. A Erato le correspondía la poesía erótica. Bajo la protección de Euterpe estaban la música y los músicos. A Melpómene le tocaba la tragedia. Polimnia tenía a su cargo la mímica y la poesía lírica. Terpsícore, era protectora de la danza. Talía tenía encomendada la comedia. Y finalmente: Urania estaba vinculada con la astronomía. Aunque podían vagar por aquí y por allá, las musas tenían lugares preferidos de residencia. Uno de ellos era Pieria, al este del Olimpo. Pero también lo hacían en el Parnaso, en Delfos; y en el monte Helicón, lugar donde Pegaso (aquel célebre caballo con alas), después de golpear el suelo con sus cascos había hecho brotar una fuente que era inspiración para los poetas. Debido a que las musas formaban parte del séquito de Apolo, pronto sucedió lo que era de prever: unos amores clandestinos que dieron nacimiento a los coribantes, quienes fueron los danzantes sagrados de la diosa Cibeles. En vista de lo sangriento y cruel que era el culto a Cibeles, parecería que los tales —coribantes— no sacaron nada de la inspiración materna hacia la comedia o tan siquiera la poesía. En cuanto a otra de las musas, Melpómene, sus amores con vaya a saber quién dieron nacimiento a las sirenas. A las musas les gustaba tener sus mansiones junto a fuentes de agua o riachuelos, donde a veces cantaban y bailaban bajo la dirección de Apolo. Aquellas musas se tomaban su honra muy a pecho y solían castigar a quien pretendiese emularlas en sus cantos. Y eran también sumamente estrictas en cuanto a sus respectivas atribuciones, cuando menos hasta los tiempos de Homero. Pero sospecho que, con el paso de los siglos comenzaron a diversificarse y a hacer, cada una, un poco de todo. No quiero imaginar el lío que les causó la Revolución Industrial. Y ni quiero saber qué embrollos sufrieron por culpa de la Globalización.

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Hasta que llegamos al momento actual, siglo XXI, año 2008, con la tal Globalización, la Posmodernidad y demás yerbas… Las musas de hoy, no son como las de antes. Y díganmelo a mí, que el otro día, después de innumerables esfuerzos, desvelos y anuncios en los clasificados del periódico, conseguí el concurso de una. Puedo decir que, sólo para comenzar, estas musas contemporáneas ni se bañan ni cepillan sus dientes con frecuencia. Toda vez que uno las ha contratado, invaden su casa —la de uno, no la de ellas— y de ahí en adelante se la pasan todo el santo día rascándose, viendo televisión por cable y devorando entremeses, piscolabis, bocadillos, tentempiés y refrigerios de muy diversa índole. Al parecer están sólidamente agremiadas y sostienen una exagerada conciencia acerca de sus «sagrados» derechos laborales (no me extrañaría que el asesor del sindicato fuese Joviel Acevedo).

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Exhibiendo por regla general muy malas caras, estas musas posmodernas suelen reclamar a grito pelado unos salarios astronómicos, ¡y no digamos nada sobre las prestaciones y el seguro de salud! Pero, una vez que han conseguido todo lo que piden… ¡Se declaran en huelga con una frecuencia alarmante! Cuando uno les suplica, con voz entrecortada, que depongan su actitud y retomen el trabajo —créanme que es difícil suplicar en calzoncillos, frente a una musa enfurecida, a deshoras de la madrugada—, suelen contestar con un vocabulario que no por variado dejaría de ruborizar al rey de los patanes. ¡Y eso sí que es manejar un léxico con soltura! Cuando menos, en tales ocasiones puede uno caer en cuenta de la extremada riqueza del idioma español. Y sin embargo, hasta esa experiencia podría ser arruinada totalmente, y no sólo por la retahíla interminable y furibunda de palabras soeces, groserías, blasfemias, injurias y germanías, sino también por el mal aliento de la musa (como ya expliqué, no les gusta cepillarse los dientes y se ponen histéricas cuando miran los anuncios de Colgate en la televisión). Para colmo de males, son capaces de pasarse horas enteras torturándolo a uno con esa cantaleta neoliberal acerca de que «es imperativo ajustarse al juego de la oferta y la demanda». En resumen: que son una verdadera pesadilla. Ni siquiera el mismísimo Kafka hubiera tenido la capacidad para imaginarse algo siquiera aproximado a lo que es una de estas musas de hoy.

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Como ya dije, es tan difícil conseguir musa en estos días, que se debe recurrir a los anuncios clasificados y, cuando suerte hay, las páginas amarillas de la guía telefónica. Pero debido a las malas maneras y el exagerado mal humor de las tales —musas—, los periódicos han optado por ubicar sus anuncios bajo clasificaciones por demás ambiguas, tales como «Otros» o «Varios», generalmente, en las mismas columnas donde figuran también masajistas de dudosa profesionalidad (aunque no pueda caber la menor duda acerca de sus verdaderas actividades). Y como les contaba, a mí me costó una barbaridad encontrar musa. Pero, una vez hallada, lamenté haberla encontrado. La fichita que me tocó en suerte ha sido, a la postre, la responsable de todos esos disparates, desvaríos e incoherencias que he publicado en forma de libros o artículos periodísticos. Pero… ¿acaso se podría esperar algo mejor de ella? Empecemos por su mal aspecto: la tipa es mórbidamente obesa y ofensivamente desaseada. ¡Y dejemos pasar por alto el parche en el ojo y los dientes de oro! Pero lo peor, a mi modesto entender, radica en esa costumbre suya de mascar tabaco y escupirlo ruidosamente, por el colmillo, cada 20 ó 30 segundos, sin preocuparse ni a dónde aquello caiga ni a qué o a quién pudiera salpicar. Para colmo de males, a cada rato ella experimenta unos terribles accesos de cólera, lo cual me ha hecho sospechar el uso reiterado de estupefacientes u otras sustancias nocivas.

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Y como consecuencia de todo lo narrado, a nadie podrá extrañar que sea yo un escritorzuelo fracasado. Y todavía menos podrá alguien asombrarse, frente a ese caótico y patético panorama que es la literatura en tiempos de Posmodernidad…

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martes, julio 15, 2008

El «Decalogón»… La Biblia del burócrata

No se sabe si fue inspirado por el «Satiricón» de Petronio, el «Decamerón» de Bocaccio o la «Historia Natural del Disparate» de Evans. En todo caso, permítanme presentar ante ustedes, selecto público, ese fabuloso producto del intelecto que ha sido denominado «Decalogón» (porque se trata, precisamente, de un decálogo con 14 puntos, o sea, con cuatro que le sobran, a manera de estrambote), el cual se constituye en el Libro Sagrado para cualquier burócrata que se precie de ser tal. Repasaremos a continuación, muy cuidadosamente, los 14 puntos del Decalogón y, más allá de asombrarnos ante esa eterna sabiduría que jamás pierde vigencia, veamos el por qué de su trascendencia y su casi infinita perdurabilidad…

Punto uno: deberás perpetrar siempre el mal, sin ver jamás ni cómo, ni por qué, ni a quién, ni a cuál.

Punto dos: tienes que realizar el bien… Pero siempre y cuando ello te convenga. Pero además, deberás conseguir que todos se enteren de ello con pelos y señales, para que así canten loas en tu nombre.

Punto tres: Siempre que te sea posible, habrás de maltratar y oprimir a aquellos que tu delicado instinto te señale como débiles y desheredados. Cada vez que te sea posible hacerlo con total impunidad, atenderás con malas caras y prepotencia a quienes consideres pobres, indefensos y carentes de influencias. Adicionalmente, pondrás a prueba su paciencia con esperas interminables y una sucesión desesperante de trámites estúpidos y carentes de sentido alguno.

Punto cuatro: debes esmerarte en mimar y proteger a aquellos en quienes —‘Una vez más, tu precioso olfato en acción!— detectes como parte de los ricos y poderosos de este mundo… A todos y cada uno de ellos deberás adularlos y reverenciarlos de la manera más abyecta. En tal sentido, permitirás que te utilicen festinadamente como felpudo o trapo de piso, y lo harás mostrando siempre una sonrisa tan sumisa como hipócrita… Pero recuerda esto bien: a tales personajes sólo deberás traicionarlos cuando ello sea en beneficio de alguien que resulte todavía más rico y poderoso que cualquiera de ellos… ¡Ejem!

Punto cinco: Nunca dejes de hacer circular un buen chisme por tu oficina. Para tal efecto, habrás de preferir aquéllos que puedan constituirse en la sempiterna piedra del escándalo, para así sembrar el odio inextinguible y la discordia interminable entre las paredes de esa hasta hoy pacífica y aburrida oficina tuya. El día en que, gracias a tu furtivo accionar, tus compañeros intercambien no ya insultos ni golpes de puño, sino descargas de fusilería y ataques de caballería con el clarín tocando a degüello, te podrás sentir, lo que se dice —cuando menos en la telenovelas— «plenamente realizado».

Punto seis: jamás dejarás de hacer algo que te brinde provecho y placer, sobre todo si ello perjudica a quienes te rodean y, como directa consecuencia, termina por incrementar tu dicha maldita con el valor agregado de la desgracia ajena.

Punto siete: en verdad te digo, que es preferible ser odiado, repudiado y sobre todo temido, a que te consideren un infeliz inofensivo, de quien cualquier hijo de vecino podría aprovecharse con absoluta impunidad.

Punto ocho: nunca dejarás pasar de largo la preciosa oportunidad de difamar a cualquiera que se te ponga a tiro. De tal forma, habrás de convertirte en un personaje tan popular como respetado… Y todos buscarán tu compañía, amistad y aprobación en el sacrosanto ámbito burocrático.

Punto nueve: pondrás el mayor de los ahíncos, todos los santos días del calendario, en atiborrar tu inútil barriga sin tener para ello que retribuir con el mínimo trabajo, ya sea de tus debiluchos hombros, ya sea de tus esmirriados brazos, ya sea de tus torpes manos, ya sea de tu fláccido y esmirriado cerebro.

Punto diez: deberás arrojar siempre la piedra, pero a continuación esconderás la mano con presteza. Renglón seguido, te las arreglarás para que las sospechas e iras del damnificado en turno recaigan, inexorablemente, sobre algún inocente de esos que tanto abundan. No olvides que el imbécil que asume la responsabilidad de sus actos suele terminar mal… ¡Y se lo merece, por ingenuo!

Punto once: nada encontrarás mejor en este mundo que: a) devorar y deglutir viandas varias a cuatro carrillos; b) sorber bebidas extremadamente alcohólicas, no sólo con el estruendo de una locomotora, sino con la capacidad absorbente de una gigantesca esponja; c) caer a continuación, redondo, encima de una superficie bien mullida, para roncar allí una pantagruélica siesta; d) pero al mismo tiempo será imprescindible, para obtener de todo lo antedicho un disfrute pleno, que los demás (cuantos más sean, mejor) estén sufriendo pertinazmente de hambre, sed y fatiga… ¡Y todo ello al mismo tiempo!

Punto doce: si alguien abofetea tu mejilla, habrás de poner la otra, de manera inmediata y siempre esbozando una bien estudiada expresión de mártir. Mientras tanto, habrás de preparar, subrepticiamente, papel oficio y carbónico para ese venenoso informe sumarial que te proporcionará debida venganza y lavará con creces la intolerable ofensa de que fuiste objeto.

Punto trece: el robo, la coima o mordida (digamos «soborno»), el cohecho, la prevaricación, el estupro y algunas otras figuras delictivas previstas por el Código son algo deshonroso y perjudicial… ¡Siempre y cuando algún malvado pretenda practicarlas en tu perjuicio! En cuanto a ti se refiere, no permitas que torpes pudores y anticuados prejuicios, propios de épocas pretéritas, te inhiban de perpetrarlos en cuanto la ocasión se presente y toda vez que así te convenga hacerlo.

Punto catorce: en cuanto tiene que ver con tu actividad laboral, habrás de aferrarte con las uñas y los dientes a todo tipo de licencias, feriados largos, feriados puentes, vacaciones, «salidas en comisión», permisos de diversa índole y también un amplio repertorio de enfermedades y dolencias imaginarias. (¡Amén!). Sigue escrupulosamente todos estos sabios consejos, hijo mío, y habrás alcanzado en muy poco tiempo la dicha y privilegio de transformarte en el burócrata perfecto… (Je, je, je)…

lunes, julio 14, 2008

Una tragedia en ocho patéticos actos

Un día de estos, entrenaba en el gimnasio, poniendo más que el alma y la vida sobre la oscura y pulida superficie de una amigable elíptica magnética. Como a unos 20 metros de donde yo estaba ejercitando mi capacidad aeróbica, varios televisores encendidos mostraban diferentes programas. Repentinamente, me concentré en uno de ellos. El canal era uno de los de ESPN y se trataba de un torneo internacional de billar. En fin… No es que ese juego me interese mayor cosa. Nada de eso… Pero era una competencia femenina y lo interesante allí era, fuera de toda duda, las dos jugadoras. ¡Un par de mujeres espléndidas y como hechas a la medida de mis gustos! Una, de origen chino, con cabello renegrido, largo y suelto: Jeanette Lee (es bien sabido que me muero por las mujeres asiáticas). La otra, una norteamericana, con el cabello corto y rubio, cuyo nombre era Allison y su apellido Fisher.

Verán: el billar suele aburrirme mortalmente, pues lo considero un juego de fulleros y para nada un deporte. Pero aquel programa acaparó mi total atención.. Y no era para menos, con tremendo par de soberbias mujeres. Bien… Conviene aclarar, por si alguien todavía lo ignora, que los hombres acostumbramos pasar el 90 por ciento de nuestro tiempo útil mirando mujeres o fantaseando acerca de ellas. Es algo natural, contra lo cual no podemos hacer mayor cosa. Se diría que es como un chip que ya viene integrado, desde la misma fábrica, con nuestro equipo genético. Desgraciadamente, parecería que mi chip vino con un lamentable desperfecto de sobrecarga, en vista de lo cual me veo obligado —contra mi voluntad, por supuesto— a ocupar casi el 99 por ciento (o algo más) de mi tiempo útil en… ya saben: mirarlas, admirarlas, desearlas, adorarlas, soñarlas, anhelarlas, arrastrarme a sus pies como un inmundo gusano, etcétera, etcétera.

Ahora bien… El ejercicio sobre una elíptica magnética tiene su lado aburrido después de 80 ó 90 minutos sin tomar pausa. Así que, como primera providencia, dejé ir mis ojos sobre la pantalla del televisor… Mas, transcurridos unos pocos minutos de aquel maravilloso espectáculo, comencé a preguntarme qué pasaría si se presentara la oportunidad para que yo hubiese podido concretar una de mis más caras aspiraciones: quedarme en una isla desierta con dos hermosísimas mujeres… Claro, las dos bellezas deberían ser aquellas mismas que aparecían en esa pantalla, disputando en torno a una mesa de billar… «¿Qué pasaría si la suerte me diera el regalo de caer en una isla con estas dos bellísimas mujeres?», me pregunté mientras comenzaba a babear, de manera automática e inconsciente, sobre la elíptica magnética. Comencé entonces a sumergirme en aquella deliciosa ensoñación, pero, he aquí que una neurona solitaria y rebelde se me encendió en algún lugar del cerebro, desplegando con insistencia una luz roja de alerta. Recordé, entonces, la clase de suerte —horrenda, si es que bien me va— que tiene por costumbre acompañarme, y entonces reflexioné con cierta profundidad sobre cuál habría de ser el lógico desarrollo de los acontecimientos en la isla paradisíaca. A continuación haré un recuento y, para una mejor comprensión, dividiré las sucesivas secuencias en actos…

Acto uno. ¡Por fin mi sueño dorado se ha hecho realidad! La isla desierta como telón de fondo. Las palmeras ondulantes, la brisa suave que acaricia y arrulla. Y esas dos bellísimas mujeres, asiática y rubia, ahí mismo, ¡a solas conmigo y sin nadie más a la vista en cientos de kilómetros a la redonda! Me cuesta horrores creer en mi buena suerte. Me pellizco una y otra vez, con el propósito evidente de comprobar que estoy en verdad despierto. También me doy de cachetadas. ¡Oh! ¡Qué bella puede ser la vida en ciertas ocasiones! (Faltaría una música de fondo tipo «Blue Hawaii», «Flower Drum Song»… O tal vez, ¡mejor todavía!, «The World of Suzie Wong»).

Acto dos. ¡Terrible decepción! He entablado conversación sin pérdida de tiempo con mis dos irresistibles musas. Pero una de ellas me ha confesado, entre susurros, que padece de un herpes galopante y sumamente contagioso, que la aflige sin tregua los 365 días del año. La otra, exhibiendo muy mal gesto, ha declarado a los gritos ser lesbiana militante y que desearía utilizar unas de esas gigantescas tijeras que se usan para castrar carneros, a fin de hacer lo propio con todos los hombres de este planeta. No sé por qué, pero tanto aquellos tonos chirriantes de contralto, como esa lúgubre entonación y la expresión de furia homicida con que se ha fijado en mí al expresar todo aquello, me han provocado escalofríos.

Acto tres. ¡Catástrofe en la isla del paraíso! La torva lesbiana ha pasado, sin más, de los dichos a los hechos. Mientras proclamaba, a voz en cuello, que no había lugar para un gusano como yo en aquella ínsula, me ha entrado a patadas, en tanto la del herpes galopante batía palmas con un entusiasmo febricitante y exhalaba entrecortadas risitas de felicidad orgásmica. Con todo y que la paliza ha sido muy dura, lo peor llegó cuando, con un descomunal puntapié final en donde ustedes podrán imaginarse, aquella furia me lanzó de cabeza al agua, y amenazó, como siempre a los gritos, con matarme si por casualidad me atrevía a poner un pie sobre la playa. Dolorido, humillado y teniendo mi amor propio en añicos, comencé a bracear torpemente, con el propósito de internarme mar adentro y dejar atrás aquel infernal pedazo de tierra.

Acto cuatro. ¡Fatalidad en las agitadas aguas oceánicas! No se podrá decir que yo sea en nada parecido a un nadador olímpico. Antes bien, mis patética secuencia de brazadas, pataleos, jadeos, ahogos y toses entrecortadas provocaría un estallido de burlas hasta en una convención de parapléjicos. Vaya a saber uno por qué razón, pero no habrían pasado ni cinco minutos de tan atribulada travesía, cuando ya una legión de tiburones hambrientos estaba acudiendo presurosa, desde varios centenares de kilómetros a la redonda. Sólo con verlos, cualquiera hubiese jurado que llegaban ajustándose apresuradamente la servilleta en torno al pescuezo y esgrimiendo —cada cual en su estilo— sendos cuchillos y tenedores, con ese aire triunfal que suelen exhibir deerminados sibaritas frente a la mesa del banquete. Para peor, algunos de ellos hubieran hecho ver al famoso tiburón de Spielberg como una inocente variedad de perrito faldero. ¡Y como si lo anterior fuera poco, exhibían con fúnebre alegría unos descomunales dientes del tamaño de cimitarras! (Debe ser algún efecto de las pruebas atómicas, digo)…

Acto cinco. ¡Providencia que en mi favor interviene! Me he encontrado, de buenas a primeras, con una larga fila de islotes, de aquellos que no sobrepasan, ni por broma, el centenar de centímetros cuadrados. Enloquecido por el pánico, comienzo a dar saltos alucinados y funambulescos, desde un islote hasta el siguiente, en tanto profiero unos alaridos tan lancinantes como patéticos y esquivo una y otra vez, gracias a las más descabelladas piruetas, todas esas filosas y terribles dentelladas que aventuran los escualos contra mi lloriqueante humanidad. Afortunadamente, ni tan siquiera atinan a rozarme… Pero, por supuesto: ninguna agonía podría ser digna de tal nombre si no se extendiera lo suficiente como para enloquecer de terror a la víctima en turno…

Acto seis. ¿Salvación a mi alcance? Después de atravesar por un casi interminable suplicio, babeando, tartajeando incoherencias (mucho más de lo que en mí es normal), balbuciente y con la lengua por fuera, he arribado por fin a un islote que debe tener unos 200 metros cuadrados. El tan providencial refugio no es más que pura roca y arena. Eso sí: se le mira de tan limpio impoluto, porque, de tan insignificante y estéril, ni siquiera las aves marinas que pasan por las cercanías se dignan a ensuciarlo… Bueno, como a caballo regalado no se le mira el diente… Me refugio, tiritando de pánico, frío y desesperación, en el centro mismo del islote, mientras los centenares de tiburones hambrientos que hasta allí me han perseguido comienzan a nadar, amenazadoramente, por los alrededores. Y lo que es peor todavía: me miran con odio y desprecio. (Incluso he creído avizorar ciertos gestos de insoportable grosería, realizados con alguna que otra aleta, por la notoria carencia del dedo medio).

Acto siete. ¿Trágica coincidencia o persistencia de mi mala suerte? Parecerá extraño, porque estamos en el océano Pacífico y es época de bonanza climática. Ya lo conocen ustedes, gracias a las películas y la publicidad turística: calorcillo, brisa suave, olas que murmuran mientras se balancean con la misma cadencia de mujeres fogosas que anhelan mimos y caricias… Pero, en forma repentina y tal como salida de la nada (o de la Dimensión Desconocida), una nube que no podría tener más de 200 metros cuadrados apareció en el horizonte y avanzó, con celeridad inusual, hasta ubicarse ¡exactamente!, encima del islote donde me refugio. Aunque resulte difícil de creer, la condenada nube se ha quedado ahí estacionada, durante horas que parecieron más bien siglos, y ha estado lanzando, desde el primer momento y sin la más mínima interrupción, una llovizna helada que me cala los huesos y me llega hasta el alma. ¡Vaya condenada situación!

Acto ocho. ¿Castigo divino o intervención diabólica? Prosigue cayendo sobre esta misérrima humanidad mía toda esa maldita llovizna helada. Por supuesto que tan sólo llueve directamente encima de mi islote: pero ni un centímetro más allá… (Creo ver, desde mi refugio, el regocijo que ello provoca entre los tiburones). El resto del océano, con buen tiempo. ¿Qué digo? ¡Más bien exhibiendo las bondades de un clima excelente! Y tan bueno ese clima, que gracias a ello los sonidos se transmiten por largos kilómetros con una facilidad asombrosa. De tal forma, mientras me mojo y me congelo hasta los apellidos de mis venerables tatarabuelos, me es posible escuchar el rumor —incitante, persistente y fastidioso— de cómo se revuelcan, regodean y refocilan aquellas dos tipas aquellas que se han quedado en mi isla desierta.

Acto final con pregunta retórica (¿A las Musas?): ¿Por casualidad seré uno de esos tipos que son implacablemente perseguidos por la peor de las suertes?