jueves, julio 31, 2008

El arte de comer pizza…

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Poco tiempo atrás recibí, a través de e-mail, el texto de un manifiesto masculino. Me lo envió una amiga, a la cual se lo agradecí mucho, porque me hizo reír con mandíbula batiente. Teniendo en cuenta mi retorcido sentido del humor, muy vinculado con el de personajes tales como Alfred Jarry, Salvador Dalí o Woody Allen, habría que tomar muy en cuenta que a mí no se me hace reír con cualquier cosita. Ahora, siguiendo un poco el ejemplo de tal manifiesto, haré algunas observaciones que tienen mucho que ver con la naturaleza tanto de hombres como de mujeres, las cuales son —para felicidad de los heterosexuales que vamos quedando— diametralmente opuestas a nosotros.

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Siempre me he referido a tales diferencias con ejemplos prácticos y de fácil comprensión. Y no encuentro una referencia mejor, para comenzar, que repetir aquello de que «Dios los cría y ellos se juntan». Tenemos muy claro que, aunque siempre haya excepciones, a los hombres nos suelen gustar los perros, en tanto que las mujeres acostumbran preferir los gatos. Ahora bien: toda vez que alguna mujer argumenta que «también le gustan los perritos», es regla general que se esté refiriendo a unas burdas o patéticas imitaciones, que se parecen muchísimo más a coquetos o ridículos juguetitos de peluche que a perros de verdad. Ustedes ya saben: que los pekineses, que los salchichas, que los chihuahuas, que los cocker spaniel o que esos detestables y afeminados french poodles. A los hombres, en cambio, suelen gustarnos los perros pastores, los perros de combate, los perros de pelea… Unos animalotes que por lo general sean grandes, malos, con toda la traza de asesinos o matones profesionales y que, de ser ello posible, también masquen tabaco y lo escupan —tan despectiva como ruidosamente— por el colmillo… Y cuando nos agradan los gatos, solemos preferir aquellos con los que no se juega impunemente. Es decir: leones, tigres, panteras, jaguares o pumas. O sea, los grandes gatos. Pero ellas, en cambio, prefieren a los mininos ínfimos, tanto o más decorativos que sus esperpénticos perritos de peluche. Unos gatos patéticos que, en lugar de cazar búfalos o antílopes, apenas alcanzan para cazar ratones temblorosos, ardillas despistadas o pajaritos asustados.

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En cuanto a diferencias, bastaría sólo con ver cómo comen, tanto unos como otras, para comprobar lo antes dicho. Los hombres, al igual que los perros, primero nos babeamos encima de una comida que generosamente seguimos olfateando y, sin mediar ni ceremonias ni vacilaciones, de inmediato nos ponemos a la tarea de devorar con grandes dentelladas y gruñidos de satisfacción… Por el contrario, las mujeres, al igual que los gatos en miniatura y los perritos de utilería, degustan.… Lo cual, más que comer, es practicar una forma muy sutil de arte, algo así como un complicado e incomprensible (para nosotros, claro) ballet gastronómico. Verdaderamente: presenciar de qué manera comen algunas mujeres, significa asistir a un espectáculo más bien digno de candilejas que de restaurantes… Ellas manejan los cubiertos con destreza y suavidad. Seleccionan pequeños trocitos de lo que están comiendo y los llevan hacia la boca con segura y graciosa elegancia (¡sin derrapar sobre el mantel siquiera una molécula!). Inmediatamente después, mastican lenta, despaciosamente, degustando con delicadeza y placer, como si estuvieran exclusivamente atentas a los mensajes sensoriales de cada una de sus papilas gustativas. Por supuesto que jamás se babean. Y tampoco hacen gárgaras con ese vino blanco que tanto les gusta beber en las comidas. Existe un arte tan especial en todo esto, que con cada uno de esos virtuosos bocados femeninos a uno le entran ganas de prorrumpir en aplausos y aclamaciones. Todo el método descrito explica, fehacientemente, el por qué ellas serían capaces de tardarse veinte minutos en medio comer —tal vez apenas picotear— aquello que nosotros, mucho más prácticos y directos, podemos y acostumbramos devorar en apenas cuestión de segundos.

Obsérvese también a esos mininos ínfimos que son tan del gusto femenino, los gatos. Ellos, que a pesar de su pequeño tamaño son depredadores de sumo cuidado, suelen comer sus refrigerios exhibiendo unos modales exquisitos, los cuales no abandonan ni siquiera cuando están catándolos directamente desde un apestoso tacho de la basura. Observándolos embebidos en tales menesteres, uno no puede menos que imaginárselos con el sombrero y los guantes mugrosos de aquel enternecedor Top Cat de los dibujos animados, es decir, el cínico y estirado protagonista central de «Don Gato y su pandilla». Demás está decir que mujeres y gatos también comparten muchos otros comportamientos de llamativa similitud. Por ejemplo: tanto unas como otros acostumbran emplear larguísimos períodos para acicalarse y lavarse con primoroso celo e imperturbable escrúpulo. Y, sólo por citar apenas otro pequeño detalle: tanto ellas como ellos son seres de suprema complejidad psicológica (lo cual significa que uno podría pasarse una vida entera tratando de entenderlos, pero de seguro moriría sin conseguirlo).

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Ahora bien. Tanto perros como hombres solemos ser unos individuos abrumadoramente sencillos. Por regla general, sólo nos ha sido dado comprender simplezas tales como que la menor distancia entre dos puntos consiste siempre en una línea recta. Los hombres somos buenos para manejar autos, para los deportes de contacto, para rastrear narcotraficantes, para ir a las guerras, para cuidar valores o residencias, y para levantar la pata ahí donde nos tiente la urgencia (y si la levantamos en algún mingitorio, somos aún mejores para olvidar que el agua fluya lo suficiente como para borrar el rastro). Demás está decir que tamañas coincidencias con el gremio canino nos han llevado a ser excelentes camaradas, porque nos comprendemos mutuamente y estamos cómodos los unos en compañía de los otros. Todo el mundo habrá visto comer a algún hombre, y habrá visto comer a algún perro… Lo cual me exime de mayores comentarios al respecto.

Eso sí: justicia será decir que muchas veces, tanto por culpa de la férrea dictadura femenina como por imperativos de esa sociedad que nos esclaviza, los hombres tenemos que comer… ¡No precisamente como verdaderos hombres! Aunque tampoco como mujeres, claro, puesto una hazaña de tales dimensiones resulta imposible. Por lo menos para los hombres que somos eso y no cualquier otra extraña variación psicosomática. Pero he aquí que comemos… ¡De acuerdo con las reglas de las mujeres! Nunca imitándolas, porque eso ya sería una misión imposible. Pero sí con sus reglas. Lo cual significa sentarse a la mesa (¡con lo entretenido que es comer parado frente al mueble de la cocina o repatingado delante del televisor, viendo deportes o películas de vampiros!); con una servilleta sobre las piernas —me resisto a decir «falda»—, cuando es por todos bien sabido que uno dispone del antebrazo para limpiarse el hocico. Pero sigamos con la tortura: debemos esperar, con docilidad ovina, la aparición de una comida que ha sido servida en platos previamente calentados (¡por Dios!). Y la espera se hace previo educado posicionamiento frente a unos cubiertos bien alineados (según las reglas inventadas por algún psicótico personaje). Allí dispondremos de un vaso para el agua y de otro para el vino (cuando todos saben que en el estómago todo se convierte en una alegre mezcolanza, absolutamente indiferenciada). Para mayor tortura, allí encontraremos unos cubiertos que son para la carne y otros que son para el pescado (eso sí que parecería toda una joyita del humor negro). Etcétera ¡He ahí montada la tragedia, una verdadera tortura china! Y he ahí, también, la represión violenta de nuestra generosa naturaleza masculina, de nuestros instintos atávicos. Algún día, cuando esté comiendo de esa manera en algún restaurante, haré que me filmen o fotografíen, tan sólo para comprobar si las fotos o la filmación resultantes habrán de provocarme, una vez que esté contemplándolas, reír como un poseso o gimotear y lloriquear como un gusano.

Existen, por tanto, algunas comidas que pertenecen al reino de las mujeres y otras que son casi exclusivas para hombres. ¿Comidas de mujeres? Bueno, son incontables. Váyase nomás a cualquier restaurante «de reconocido prestigio» o de «sofisticado buen gusto» y recórrase atentamente el menú. Casi de inmediato aparecerá el Stroganoff por acá. Despuntará la Villeroy por allá. Poco más adelante aparecerán las lengüitas de codorniz embebidas en salsa purpúrea de la guerra de Crimea… Por allí resplandecerá, desde finas letras de molde, esa sofisticada cremita de orillas de pétalos de orquídea, aderezada con suspiros de ambrosía… Y en fin, ¿para qué cansar con una morosa descripción que excedería, ampliamente, los límites materiales de una guía telefónica? En cambio, existen aquellas excelentes comidas que son propias de hombres, tales como el asado criollo; como las viejas y deportivas empanadas… ¡Y como la pizza! ¡Oh, Señor de los Ejércitos! ¡La pizza! ¡Ese inimitable manjar de los dioses! Esta última es una de las comidas más masculinas que conozco y sólo puede comerse, debidamente, como solamente nosotros podemos y sabemos hacerlo. Es decir, de acuerdo con un rito muy particular que sólo quienes somos iniciados —obvia y exclusivamente, hombres— conocemos y practicamos con tesonero virtuosismo.

A estas alturas, alguien seguramente se preguntará, ¿y cómo debería comerse correctamente una pizza? Bueno, en primer término deberíamos trocar verbos, puesto que en buena ley, una pizza jamás se «come» ni mucho menos, todavía, «se degusta» o «se paladea». Antes bien, tamaña delicia del Olimpo deberá «engullirse», «fagocitarse» o cuando menos «devorarse». Ahora bien: para ilustración de mis escasos pero fieles lectores, trataré de dar una descripción aproximada de esta refinada liturgia. Como primera providencia, deberá tratarse de una pizza de aquéllas, ¡verdaderamente grandes! (extra large). De ésas que vienen «con todo» (cuanto sea posible imaginar, cuando menos) y que, encima de ello, ostente una irresistible cobertura de triple queso mozzarella (aunque, para decir verdad, en lo personal preferiría el queso oaxaca)… Agreguemos que toda pizza que se precie de serlo deberá humear en el momento previo al festín, exhalando sus atormentadores aromas y efluvios por varias cuadras a la redonda, en tanto que el bellísimo queso mozzarella (si es que no fuese oaxaca) deberá chorrear con generosidad pantagruélica, derritiéndose sibaríticamente en espesas oleadas de colesterol, hasta desbordarse por los costados (de la pizza, claro)… Tan inenarrable deleite gustativo habrá presentarse —ello es de absoluto rigor— acompañado por un par de botellas, ¡cuando menos!, de buen vino tinto, pero no de cualquier clase, sino uno de aquéllos que, toda vez que se derraman por accidente algunas gotas sobre un piso de baldosa, en lugar de manchas violáceas suelen dejar como huella unos ominosos agujeros humeantes, extrañamente similares con esos cráteres lunares que han sido recién impactados por un meteorito asesino. Tratándose de tal vino, habrá de servirse en vasos de verdad, es decir: aquellos que son grandotes y de cristal grueso (fabricados sin mínima huella de refinamiento), los cuáles tendrán que llenarse hasta rebosar. Y sólo después de haber cumplido escrupulosamente con ese complicado ritual de preparación… ¡A comer se habrá dicho!

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La primera condición exigible en el momento de pasar a perpetrar el rito sagrado, será tener los ojos suficientemente inyectados en sangre. Pongamos por ejemplo: tal cual solía exhibirlos Christopher Lee toda vez que personificaba al conde Drácula en aquellas recordadas películas de la Hammer Films. La segunda, habrá de consistir en emitir con volumen suficiente unos gruñidos guturales y salvajes, los cuales se encargarán de expresar debidamente, en sus amenazadoras disonancias, un nudo gordiano de puro éxtasis mesozoico. La tercera, comenzar a devorar el archisabido manjar de los dioses —más que de ningún otro, del viejo y divertido Dionisos— utilizando las manos, convertidas para tal efecto en garras sarmentosas y convulsas, y agregando al repertorio conductual, sin perder instante, unas feroces dentelladas, tan feroces como aquellas que más de algún nostálgico del séptimo arte podrá rememorar en las entrañables películas del hombre lobo (por supuesto, en el ínterin está absolutamente permitido babearse profusamente, al exacto estilo de aquella encantadora criatura extraterrestre de la serie «Alien»). La cuarta condición, tan imprescindible como irrenunciable, consistirá en que mientras se esté devorando la pizza con entrecortados rugidos de éxtasis, la mozzarella deberá chorrear, ¡abundante!, ¡generosa!, ¡pantagruélica!, por el hocico de quien tan diligentemente devore o degluta o fagocite la pizza. La quinta, tendría que ser intercalar los pedazos enteros de pizza —cada uno de los cuales deberá ser devorado con una única y magistral dentellada, sin que importe mayor cosa el tamaño— con vasos enteros del vino que ya sabemos, con el cual se aprovechará para improvisar unas gárgaras tan ruidosas como festivas, antes de dejarlo bajar en torrente azufroso y ríspido hacia la cavidad estomacal… Personalmente, aconsejo que si en tales momentos de éxtasis supremo, uno (el fagocitador o devorante) observara que alguien más se acerca hacia su sector de la pizza, deberá gruñirle todo lo amenazadoramente que sea posible, mostrando toda la dentadura y dándole así a entender que un acercamiento mayor podría desencadenar un hecho de sangre. (Es por eso que la manera más recomendable de comer pizza es en soledad, de forma tal que tales gruñidos estén exclusivamente destinados a esas psicodélicas alucinaciones que, en algún momento del condumio, seguramente habrá de provocar la ingesta inmoderada del vino previamente recomendado).

Después que uno hubiere rebañado hasta la última migaja y además hubiese terminado de sorber con rugidos de satisfacción hasta las últimas gotas del vino —derramado— que todavía no hubiesen alcanzado a perforar el piso, los puristas aconsejan echarse a descansar en un camastro, de la misma manera que acostumbran hacer las boas después de una ingesta, y dormirse alegremente entre ronquidos, gruñidos, pataleos convulsos y algún que otro manotazo espasmódico al aire, que tanto pudiera estar destinado a atrapar alguna pizza voladora como a espantar las persistentes imágenes de ese delirium tremens que de buen seguro habrá sobrevenido gracias al vitriólico jugo de Noé.

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