martes, julio 03, 2007

El difícil tránsito de América Latina

Un reciente artículo de Armando De la Torre, «De héroes y la rutina “democrática”», pone el dedo en la llaga y señala algunos aspectos significativos que bien podrían explicar el desastre que es, en estos precisos momentos, la mayor parte del agitado subcontinente latinoamericano. De la Torre comienza con el proceso electoral que ya está viviendo Guatemala e indica que el panorama sigue caracterizado por «los mismos rostros, los mismos gestos, las mismas “ideas” de siempre», con la señalada excepción del doctor Eduardo Suger… De acuerdo a lo cual, está vaticinando que, de manera tan segura como puntual habremos de tener, mal que nos pese, un nuevo gobierno que no será otra cosa que «más de lo mismo». Y las referencias para «lo mismo» son bien claras: Cerezo, Serrano, De León Carpio, Arzú, Portillo, Berger… Un futuro nada alentador, si se me permite decirlo.

Renglón seguido, De la Torre entra de lleno en cuanto atañe a Iberoamérica, que, en pleno siglo XXI, está inmersa en el retorno de las ideas populistas que llevaron al poder a un Perón o a un Fidel Castro y que permitieron que tales personajes hicieran con sus respectivos países lo que es harto sabido: bancarrota, retrocesos socio-económicos dramáticos, descensos alarmantes en los indicadores reales de calidad de vida (pues la educación, la salud pública y el deporte de Cuba no son otra cosa que groseras imposturas y gastadísimas cortinas de humo con las cuales se pretende justificar lo injustificable), demagogias desenfrenadas, feroces y viles ataques contra la libertad de expresión, persecución de todos aquellos que se atreven a disentir, derroches hemorrágicos de los dineros públicos, etcétera, etcétera… No importa que los personajes en turno se llamen, hoy día, Chávez, Correa, Morales, Ortega o Kirchner. Ni tampoco tendría mayor relevancia mencionar a quienes les ofician de compañeros de ruta o cretinos útiles, llámense Lula, Bachelet o Vázquez. En cualquier caso, se trata de quienes representan —aunque sea con variados matices, si bien siempre juntos en la búsqueda de metas determinadas— a las ideas más oscurantistas que tuvo la desgracia de parir (con la previa ayuda de Karl Marx) el desafortunado siglo XX. Y como comprenderán ustedes, entre todas esas ideas, el comunismo cerril es quien marcha a la vanguardia y lleva la batuta. Dieciocho años después de la caída del infame muro de Berlín y dieciséis desde el aparatoso desplome de la Unión Soviética, en este desdichado subcontinente estamos a punto de ser devorados por un fenómeno que sólo puede ser explicado con pocas palabras: ignorancia, estupidez, resentimiento… Pero es un fenómeno al cual deberíamos dar un nombre específico y definido, en vista de lo cual no encuentro nada mejor que esto: la enfermedad senil del comunismo.

Para continuar fiel a sus tradiciones más entrañables, América Latina ni tan siquiera se aferra a un brote ideológico que cuando menos tenga algunos estrechos puntos de contacto con el tiempo presente, llámese a éste modernidad o posmodernidad. El comunismo era una ideología vil, decadente y degenerada desde hacía ya varias décadas. Debido a ello, la URSS se desplomó, la China comunista se volcó escandalosamente al sistema capitalista, la Cuba de Castro se hizo de la vista gorda frente a una prostitución galopante y se convirtió en destino predilecto del turismo sexual con tal de capturar dólares en cantidad apreciable… Pero los teóricos del comunismo, esos eximios del funambulismo semántico y del malabarismo ideológico, se inventaron alguna que otra puesta al día en lo que se podría llamar —¡tan a tono con la posmodernidad y la globalización!— «neocomunismo» y «neomarxismo». Una forma interesante de reciclar una ideología degenerada, lo cual equivaldría a la pretensión o el intento de reciclar el producto final del proceso digestivo. Mas, sea para bien o para mal, cuando menos los neocomunistas y neomarxistas están en la sintonía moderna, sacando su ideología de la poza séptica e intentando pasarla, apresurada y desprolijamente, por una planta para el tratamiento de aguas negras. Muy por el contrario, nuestros cerriles marxistas y comunistas latinoamericanos se empeñan en chapotear con delectación malsana en lo más profundo de la poza, felices con cuanta más inmundicia y mayor hedor les vaya quedando como resultado de tan enjundiosos afanes escatológicos. El problema principal radica en que, no contentos con revolcarse en toda esa suma de asquerosidades, pretenden salpicar con ella cuanto se pueda colocar al alcance de sus fuerzas. En una palabra: de la misma manera en que actúan todas las pestes y pandemias, intentan extenderse con rapidez y pretenden cubrirlo todo con su pátina pútrida e infecta.

Es por eso que Armando De la Torre se plantea una pregunta que considero fundamental: «¿Estaremos mentalmente atrofiados?»… La contestación es más breve que cualquier modélico relato de Monterroso. «Sí». Porque un «Sí» a secas basta para explicarlo. América Latina está mentalmente atrofiada y, debido a que todo desarrollo o subdesarrollo comienza por la mente, y además, en vista de que a casi 200 años de nuestras primeras luchas independentistas seguimos empantanados en la senda del subdesarrollo, deberemos contestar, una vez más, con un rotundo «Sí». Las consideraciones que plantea De la Torre después de su angustiosa pregunta, reafirman lo que acabo de expresar. Él explicaba lo siguiente: «…Mientras los “tigres de Asia” se proyectan como protagonistas del futuro, nosotros, los iberoamericanos, nos empeñamos en quedarnos inmóviles, cuales ecos de Estados fallidos, incapaces de levantarse de su insignificancia mundial. Quizás Colombia y México mañana transporten al resto de nuestra Iberoamérica siquiera a las proximidades del final del siglo XX, pero ¿por qué habríamos siempre de esperar en el Istmo a que alguien nos indique la ruta? ¿Por qué no hacerlo a la inversa, por nuestra cuenta para los demás?».

De la Torre indica, después, que nos hace falta a los iberoamericanos «pensar en grande». Y concuerdo en todo con ello. En esta desdichada parcela del continente americano, casi todas las expresiones, principalmente aquellas vinculadas con la actividad del intelecto, demuestran un llamativo sello de subdesarrollo, el cual podría en principio explicarse por esa tendencia a pensar, idear, soñar, hacer y ejecutarlo todo «en pequeño». Para poner como ejemplo la televisión: mientras los norteamericanos producen desde programas como los de Geraldo y Ophra hasta series como «Seinfeld», «Frasier», «Lost» o «E.R.», llegando a los documentales de canales como History, Discovery o A&E, en Latinoamérica se producen horrendas e intragables telenovelas y espantosos talk shows como los de Marta Susana, Carmen Salinas o la «señorita» (¿de dónde? ¿Del blanco del ojo tal vez?) Laura… Mientras en las ciudades del Primer Mundo piensan en ampliar las vías de tránsito, en Guatemala nos esforzamos por hacerlas más pequeñas y, de regalo, ponerles en el medio un mamotreto como el transmetro… Y en cuanto a la calidad de estadistas de quienes nos gobiernan… Tener que aceptar que el único con cierta visión de estadista mundial que ha producido Latinoamérica en el siglo XX (y lo que va del XXI) ha sido Fidel Castro, exime de mayores comentarios.

Después de señalar la endémica tendencia de los latinoamericanos a pensar en pequeño, consecuencia inmediata de su incapacidad para pensar en grande, De la Torre explica nuestro patético subdesarrollo, nuestra desoladora realidad y nuestro previsiblemente escalofriante futuro por una sencilla carencia: la falta de héroes. Por supuesto que no se está refiriendo a tipos de botas rancheras y pistola al cinto, como Alfonso Portillo, ni a chafarotes desfilando bajo fanfarrias, ni a individuos que arengan ejércitos invisibles mientras cabalgan sobre una escoba y agitan una espadita de madera… La clase de héroe a la que Armando De la Torre se refiere es a aquellos que, sin ser de armas tomar, sí demuestran coraje y una gran capacidad de reflexión, a lo cual yo agregaría grandeza de mente, alma y espíritu… Y aunque De la Torre lo ejemplifica con el magnífico párrafo que transcribo: «…Tiene mucho del soñador solitario, como un Shakespeare o un Goethe, pero igualmente del “deshacedor de entuertos”, cual un Don Quijote redivivo que no necesita de la compañía de un Sancho que le defina la realidad, porque de antemano ya la lleva dentro. Hombre será de pocas palabras, pues no pretende probar nada a nadie. Ni se ensoberbece, porque no es consciente de su fuerza de arrastre. En versos de Pemán, como “el encanto de las rosas, que siendo tan hermosas, no conocen que lo son”…»… Por mi parte creo, firmemente, que uno de los grandes héroes de nuestra época es el empresario moderno, siempre capaz de soñar grandes realizaciones, de planificar sus más osados sueños y de arriesgar lo que sea necesario para concretar todo ello en una concatenación de brillantes realidades. Concuerdo con los nombres de quienes, a juicio de De la Torre, son héroes del pasado: «…Hacia atrás, Simón Bolívar, más temprano aún, Hernán Cortés, después José Martí, y hoy… ¿un Álvaro Uribe? En Guatemala conozco a Manuel Ayau, todavía con nosotros, y del resto del mundo se me agolpan los nombres, entre otros, de Winston Churchill, Juan Pablo II, Andrei Sájarov, Ronald Reagan, Margaret Thatcher, Vaclav Havel, Nelson Mandela y, en ciernes, también el de Orhan Pamuk».

Sin embargo, sería posible señalar muchos más, ciertamente. Héroes anónimos pero al mismo tiempo muy notables, como lo fue Don Julián Presa Fernández (Q.E.P.D.), quién tanto hizo por Guatemala durante ocho décadas de fructífera labor. Él, así como tantos otros grandes forjadores de la iniciativa privada en Guatemala, apellídense Castillo, Paiz, Gutiérrez, Herrera, Novella, Vila, Botrán, Campollo, Nathusius, Leal… ¡Y tantísimos más! Pero, volviendo con el meollo del asunto: el problema principal que hoy vive Iberoamérica hunde sus raíces en la ignorancia y el resentimiento de nuestras grandes mayorías, las cuales son —aunque esto deje de gustarles a quienes pretenden pensar en una sintonía «políticamente correcta»— un lastre insoportable, que sin cesar está operando con ciega diligencia para hundirnos, cada día con mayor profundidad, en las insoportables miasmas del subdesarrollo.