martes, julio 03, 2007

Todos deberían saber la respuesta

La primera vez que me hicieron la pregunta, me tomaron en verdad por sorpresa y no supe qué responder. Sucedió en plena calle. Recuerdo, vívidamente, que se me acercó un señor muy gordo, con el aspecto airado y las mejillas enrojecidas. Una vez estacionado frente a mí, casi a los gritos y mientras esgrimía un dedo índice del tamaño de una salchicha jumbo a escasos centímetros de mi sorprendida nariz, espetó de golpe y porrazo la pregunta. He dicho que «espetó», pero, antes bien, debería mejor decir que «esputó». Verán ustedes: aquel individuo mofletudo pertenecía a esa peculiar raza de especimenes que, toda vez que hacen uso de la palabra con tonos un poco más altos que el susurro, expelen al mismo tiempo una verdadera miríada de saliva, ¡casi siempre en dirección del interlocutor! Y que hasta el momento yo sepa, la única solución para tales casos consiste en saltar con extremada rapidez hacia un lado o abrir con presteza el paraguas, cosas que en aquel momento no hice a causa de mi sorpresa mayúscula. Porque aquella incisiva pregunta, lanzada tan de sopetón, me había tomado por sorpresa y no supe qué responder.

De repente reaccioné y me puse en la penosa tarea de tartajear alguna excusa que ahora no recuerdo. Lo que sí tengo bien presente es que el individuo exhibía un aspecto de apoplejía inminente y que, en tanto aullaba con elocuente estridencia, una espumilla blancuzca se le iba acumulando en las comisuras de los labios… Y entonces, tan repentinamente como se me había aparecido, el tipo se tomó las de villadiego, farfullando algo así como: «¡este cretino no lo sabrá a ciencia cierta; pero que lo es, lo es!». Habrán de imaginar ustedes el desasosiego que entonces me invadió. Hasta aquel preciso momento —estamos hablando de varios años atrás— nadie me había hecho la pregunta. Meditabundo y preocupado, referí el embarazoso incidente a un par de amigos, pero ninguno supo qué decirme al respecto. Sin embargo, pocos días después se lo comenté a otro amigo, quien no sólo era político, sino que también habían desempeñado altos cargos en un par de Gobiernos y había sido diputado al Congreso de la República en más de una ocasión. Y fue entonces que él, con gesto y rostro risueños, me aclaró la respuesta. «¡Caramba!», medité con un moderado alivio: «todos los días se aprende algo nuevo». Saber la respuesta al dedillo, cada vez que a uno le hacen la pregunta, es algo de vital importancia. Porque, entiéndase bien: no todo el mundo conoce la respuesta. ¡Nada de eso! Y como lógica consecuencia, cada vez que alguien les hace la pregunta, suelen quedar en estado de shock emocional, y hasta se ha sabido de más de uno que ha terminado, de por vida, posicionado fetalmente desde el lunes al viernes sobre el diván del psicólogo, entre babas, sollozos y gimoteos.

Pasado no mucho tiempo, volvieron a formularme la pregunta. Y no una, sino muchísimas, ¿qué digo?, innumerables veces. En un principio, pese a que conocía perfectamente la respuesta y estaba plenamente de acuerdo con la misma, me costaba un cierto trabajo mascullar la contestación adecuada. Pero bien saben ustedes cuán tímidos suelen ser los primerizos, los bisoños, los inexpertos… En una palabra: los debutantes. Primero, se me trababa la lengua. Después, cambiaba de colores, salteaba palabras y salía al paso con unas frases estrambóticas que en nada, siquiera lo mas mínimo, tenían que ver con la respuesta correcta. ¡Cuántos bochornos no he pasado a causa de todo ello! Pero he ahí que, sin necesidad de llegar hasta el diván del psicólogo ni de morar —siquiera temporalmente— entre las confortables paredes acolchadas de alguna clínica psiquiátrica, aquellas pequeñas confusiones me han costado más de alguna noche de desvelo. Sucede que aquello se convirtió en una cuestión de honor y de prestigio. Y no sólo eso: también de necesidad. Porque, observen con atención esto: no bien iba pasando el tiempo, cada vez más y más personas se me acercaban, en todos los lugares posibles y situaciones imaginables, para espetarme (o esputarme) la consabida pregunta. Cuando la frecuencia del interrogatorio arreció, comencé a llevar cuidadosas y detalladas estadísticas del asunto.

Finalmente, he llegado a una situación en la cual me hacen la pregunta entre 15 y 20 veces por día… ¡Oh!… ¡Todas esas personas tan distintamente inquisitivas, preocupadas, exaltadas, ojerosas, angustiadas, airadas, atragantadas, ínclitas, anónimas, epónimas, eméritas!… Y de muchas otras condiciones, tanto personales como emocionales… Esas personas que, ya sea cuando voy caminando por la calle, cuando estoy estacionando mi carro en algún parqueo, cuando aguardo con un pie en el freno frente a cualquier semáforo a que pase la luz roja, cuando entro en un cine para ver una película, cuando me siento a la mesa de algún restaurante, cuando salgo de presenciar una función de teatro, cuando me apresto a abordar mi auto, o hasta cuando pretendo ingresar con marcada urgencia en algún baño público… Todos ellos, quienes se me acercan a la carrera, se frenan con brusquedad a unos 20 ó 30 centímetros de distancia y de inmediato, ¡con voces destempladas!, me hacen la pregunta… Verdaderamente, no sólo aprecio a todos ellos en su arduo empeño, sino que me ha llegado a emocionar tan genuino interés por mi persona. Pero ahora sucede que, a fuerza de tan reiterada práctica, siempre tengo la respuesta inmediata a flor de labios. Bien dicen que el hábito hace al monje y la práctica al músculo. Me he convertido en un eximio respondón o respondiente, siempre a punto con la respuesta perfecta, lo cual suele dejar a mis interlocutores boquiabiertos, turulatos, ensimismados y con un palmo de narices…

En fin, tal vez aparezcan los pobres un poquitín atontados la mayoría de las veces, diría yo sin temor a equivocarme. Pero, ¿y qué otra cosa esperaban? Uno se convierte en eximio contestatario, sabiendo que siempre será la misma pregunta y que también en forma invariable, por fuerza mayor, habrá de ser la misma respuesta. Héme aquí, entonces, tan cumplido como feliz. Pero quienes ahora me preocupan son ustedes, amigos. Porque, si algún día les llegaran a hacer la pregunta, de seguro no sabrían ni qué contestar… Y se quedarían ahí, aturdidos en plena vía pública, muy probablemente tartamudeando y acompañando el patético tartajeo con una colección de gestitos ambiguos… Por nada del mundo quisiera yo que aconteciera tamaño percance a ninguno de mis escasísimos pero fieles lectores. Y es mas todavía: por nada del mundo habré de permitirlo. Así que, renglón seguido, les voy a indicar como actuar en tamaña circunstancia.
La pregunta, en consecuencia, es la siguiente:

«Pero… ¿qué clase de payaso es usted?…».

Y la respuesta indicada: la única e insustituible; la que nadie debería
olvidar jamás —debería ser obligatoria en la cartera de la dama y el
bolsillo del caballero—, habrá de ser, palabra por palabra (que nadie lo
olvide), la que transcribo ahora:

«¡Soy uno de los que lloran por dentro!…».