martes, julio 03, 2007

El horror en literatura y el cine


La novela de horror registró sus primeros antecedentes en el siglo XVIII, gracias al impulso recibido por parte del movimiento romántico o romanticismo. Comenzó con las novelas góticas de cierto renombre, tales como «El castillo de Otranto» (1764) de Horace Walpole; «El viejo barón inglés» (1778) de Clara Reeve; «Udolpho» (1794) de Ann Radcliffe; o «El monje» (1796) de Matthew Gregory Lewis. Suele explicarse que la aparición de la este tipo de literatura fue el producto de una reacción estética de algunos personajes cultos de Europa Occidental contra el avance del Racionalismo. Desde una óptica convencional se homologa a la novela gótica con la de terror —cuando menos fue su inmediato antecedente y forma parte de su génesis—, y se la vincula con ciertos elementos estéticos ineludibles: los paisajes y residencias sombríos; unos bosques tan oscuros como impenetrables; las ruinas medievales; los castillos tenebrosos que ocultan criptas y pasadizos; los ruidos nocturnos inexplicables… Y también las apariciones fantasmagóricas, los esqueletos que espantan, los demonios de la noche. Resulta por demás interesante que en el campo de la novela gótica, cuya existencia convencional los críticos extienden por un período relativamente breve (comenzando en 1764 con «El castillo de Otranto» de Walpole y terminando en 1815 con «Melmoth el errabundo», de Charles Maturin, apenas medio siglo), las escritoras hayan ocupado un sitio muy destacado. Ahí tenemos a Clara Reeve. Y también ahí, al máximo representante del subgénero, quien no fue otra que la señorita Ann Ward, quien se inmortalizó con su nombre de casada: Ann Radcliffe (1764/1823). Demás está decir que ya en el siglo XX, existió un revival de la novela gótica, aunque no tanto enfocada en la simbología externa del miedo sino, antes bien, en los terrores que permanecen ocultos dentro de la mente humana.


Sin embargo, el primer gran maestro o gurú de la literatura de horror iba a ser, sin lugar a dudas, el escritor norteamericano Edgar Allan Poe (1809/1849), quién incidió notablemente en el desarrollo posterior de ese subgénero y al mismo tiempo influyó en toda clase de relatos que serían producidos por muy diferentes autores, hasta bien entrado el siglo XX. Edgar Allan Poe escribió un cúmulo de cuentos célebres, entre los que destacan: «El pozo y el péndulo», «El barril de amontillado», «El gato negro», «El escarabajo de oro», «El corazón delator», «La caída de la casa Usher», «Ligeia», «El entierro prematuro» y «La verdad sobre el caso del señor Valdemar»; y es por ello que se le considera el creador del cuento de terror psicológico así como también el padre del relato corto. Edgar Allan Poe también escribió una novela: «Las aventuras de Arthur Gordon Pym» (1838), así como poemas, ensayos y hasta fábulas. A partir de aquel autor, el subgénero de horror o terrorífico (como algunos prefieren llamarle) ganaría un vuelo extraordinario y se expresaría en la obra de diversos autores del mundo occidental, principalmente de Inglaterra, Francia, Alemania, Estados Unidos, España e incluso Latinoamérica, donde entre finales del siglo XIX y principios del XX iban a despuntar algunos autores importantes, principalmente expresados en el cuento terrorífico, más todavía que en la novela.


Esos autores latinoamericanos fueron el uruguayo Horacio Quiroga; los argentinos Eduardo Wylde y Eduardo Holmberg; y el nicaragüense Rubén Darío (sus relatos terroríricos y fantásticos fueron publicados por Alianza Editorial, en 1976, 1979 y 1982, en su colección Libro de Bolsillo). Después de Poe, sin que ello signifique dejar de tomar en cuenta toda una constelación de famosos escritores que hicieron aportes significativos —tales como Théophile Gautier, Guy de Maupassant, Gustavo Adolfo Bécquer, Wenceslao Fernández Flores, Lord Dunsany, Arthur Machen, Robert W, Chambers, Ambrose Bierce, Bram Stoker o Algernon Blackwood—, el siguiente gran hito y personaje indiscutiblemente renovador para la literatura de terror fue el gran Howard Phillips Lovecraft (1890/1937), creador de toda una cosmogonía a la cual se denomina Mitos de Cthulu y también iniciador del llamado «Círculo Lovecraft», una original hermandad de escritores de lo oculto y lo terrorífico que estuvo conformada por un cúmulo de sobresalientes escritores, entre quienes se debe mencionar a Frank Belknap Long, Robert E. Howard, Clark Ashton Smith, Henry Kuttner, Robert Bloch, August Derleth, Donald Wandrei, J. Ramsey Campbell y Hazel Heald.


Lovecraft, quien al igual que Poe fue más un cuentista que un novelista (esto, debido a que la forma más directa para publicar sus escritos estaba en revistas de relatos fantásticos, tales como la célebre Weird Tales), legó pese a ello al subgénero algunas novelas cortas importantes, tales como «El que acecha en el umbral», «La sombra sobre Innsmouth», «El caso de Charles Dexter Ward» y «El horror de Dunwich». Este escritor dejó una huella imborrable en la literatura de horror, y por cierto con mucha mayor profundidad en el presente que cuanto haya podido legar Poe. La vida de Lovecraft fue triste, conflictiva y en cierta medida extraña. Es muy probable que todos sus temores y frustraciones hayan encontrado en sus inquietantes relatos una necesaria válvula de escape, pero ello no puede quitar ni un ápice a la importancia global y en la proyección universal de su obra. Sobre la influencia de Lovecraft en tiempo presente puede dar debida cuenta el siguiente ejemplo: como parte de los ya mencionados Mitos de Cthulu, creación simbólica estructurada por Lovecraft y algunos autores de su célebre círculo, surge uno de los libros ficticios más famosos en toda la historia de la literatura, el «Necronomicón» («El libro que contiene lo relativo a las leyes de los muertos» sería una de las traducciones tomadas de su etimología griega). Durante décadas después de la muerte de Lovecraft, las bibliotecas de USA recibían innumerables reclamos para consultar ese libro inexistente. Y he ahí que, en estos alegres tiempos de posmodernidad, algunos de esos listillos que nunca faltan y más bien sobreabundan, decidieron poner manos a la obra y hacer algo de dinero utilizando el legado literario Lovecraft y la credulidad del vulgo. Y he ahí que se han publicado versiones del «Necronomicón». Versiones absolutamente inventadas. En definitiva: un montón de patrañas y falsedades que han permitido hacer buen dinero a personajes inescrupulosos.


Cuando se llega hasta las dos últimas décadas del siglo XX, incluidos los primeros seis años del XXI, se puede anotar el apogeo de autores ahora tan conocidos como Stephen King, Peter Straub, James Herbert, Clive Barker, Dean R. Koontz, Graham Masterton, Anne Rice (renovadora de la novela gótica) o T. E. D. Klein. Pero también se encuentran fenómenos tales como el surgimiento de un nuevo subgénero o ramificación dentro del subgénero mayor de la novelística de horror: aquello que recibe la gráfica denominación de Gore (palabra inglesa que puede traducirse como sangre coagulada, o como la acción a apuñalar), uno de cuyos maestros ha sido Richard Laymon. El subgénero Gore es, ni más ni menos que una derivación con puesta al día del teatro francés del Grand Guignol, que floreció hacia finales del siglo XIX, cuyas principales características radicaban en una grotesca sucesión de estrangulaciones, degüellos, extremidades arrancadas y violencia desenfrenada, todo ello morosamente desarrollado encima de un escenario.


Pero, a fuer de sinceros, el subgénero Gore ha debido tanto su existencia como su expansión a la industria cinematográfica, es decir a Hollywood, pues ha proporcionado el argumento para películas tales como las series de «Halloween», de «Viernes 13», de «Crímenes en la calle Elm», de «Chucky» y algunas otras, individuales (no seriadas), que son ahora de culto entre los cinéfilos del mundo entero, como las que enumero a continuación: «Blood Feast» (1963); «Maniacs» (1964); «Night of the Living Dead» (1968); «I Drink your Blood» (1971); «Last House on the Left» (1972); «The Texas Chainsaw Massacre» (1974); «Evil Dead» (1981); «Re-Animator» (1985); «Hellraiser» (1987); «Nekromantik» (1987); «Braindead» (1992); «Ravenous» (1999), etcétera. Parcial o completo, el subgénero Gore ha aflorado en muchas otras producciones —sus cultores incluso reivindican «The Exorcist» (1973), dirigida por William Friedkin y basada en la novela de William Peter Blatty—, donde lo más importante ha sido mostrar, de la manera más cruda posible, una sucesión irracional y aparentemente interminable de asesinatos espantosos: mutilaciones, órganos humanos expuestos y grandes volúmenes de sangre se constituyen en el principal recurso estilístico, para redundar en buenas ventas de libros o taquillas de películas.


En la segunda mitad del siglo XX la literatura de horror ha crecido extraordinariamente, no sólo debido a las cualidades que se hayan podido expresar a través de una nueva y muy particular forma de literatura sino, más bien, por los innegables aportes y apoyos que ha recibido, a lo largo del tiempo y gracias a unos medios de expresión que, siendo en principio ajenos al género original (la novela impresa o novela/libro), sí han terminado por vincularse con él por motivos de estrategia o mercadología. Durante el siglo XIX, el principal entre los apoyos mencionados —que siempre llegaron desde medios de expresión o comunicación ajenos al quehacer literario—, provino del teatro, al cual se le puede considerar a un mismo tiempo como institución, medio de comunicación y, en su forma escrita, género literario ajeno a la novela en sí.


Fue ese teatro el cual, tan sólo en el viejo continente y en el siglo mencionado, llevó a escena una infinidad de historias acerca de vampiros y además creó e impuso, como un subgénero propio, aquél ya mencionado anteriormente al que se conoce como Grand Guignol, cuya expresión artística ha sido una combinación de lo grotesco con lo sanguinario y lo espectacular, gracias a lo cual hizo verdadero furor en la Francia del último cuarto del siglo XIX.

Durante el siguiente siglo XX, los aportes o apoyos antes mencionados se diversificaron notablemente y los principales llegaron al relato de horror por las mucho más modernas vías del cine, la radio, la televisión y, últimamente, del cable, y la TV digital por vía satélite… Sin olvidar que en las últimas dos décadas del siglo recién pasado, a todo lo antedicho se le pudo sumar el nada despreciable aporte del videocasete, del DVD y de la red Internet, incluidos en ésta los intentos hasta ahora infructuosos por imponer el libro virtual, una de las preocupaciones que han mantenido en vilo, últimamente, a escritores tan exitosos como Stephen King.

En todo caso, no cabe duda alguna de que autores de la talla del norteamericano Stephen King («Carrie», «Salem´s Lot», «The Stand», «IT», «The Shinning», «The Dark Half», «Pet Sematary», «Desperation», «Needfull things»); o del británico Clive Barker («Waveworld», «Underworld» y las novelas cortas y cuentos reunidos en los diversos volúmenes de sus «Books of Blood»); así como, últimamente, la desconcertantemente gótica y vampirística autora estadounidense Anne Rice («Interview whit the Vampire», «The Vampire Lestat» y «The Tale of the Bodie Thief» —todos parte de sus «Vampires chronicles»—, a las cuales pueden agregarse otras, como «Lasher» «Cry to Heaven» y «The Witching Hour»), han alcanzado una difusión abrumadoramente mayor que la jamás recibida por muchísimos otros novelistas a los cuales la crítica especializada considera, no sin razón, bastante más literarios (en una concepción convencional del concepto) y, como consecuencia, de muchísimo mayor mérito y trascendencia que los de cualesquiera entre los tres famosos antes mencionados.

En una palabra: el ala conservadora de la crítica literaria especializada insiste en seguir considerando al subgénero terror y los escritores dedicados a cultivarlo como algo de muy discreta calidad y de mínimo valor que aquellos otros subgéneros —con sus correspondientes autores— de la novela a los cuales se suele considerar como «más serios» o, si se quiere y sin temor a redundancias: «más literarios»… Pero esa concepción, conservadora en exceso, suele pasarse por alto el hecho por demás evidente que, mientras autores teóricamente «menores» o «livianos» como Stephen King o Clive Barker venden millones de libros por cada edición y multiplican enormemente sus auditorios toda vez que una de sus novelas recibe el espaldarazo o eco multiplicador combinado de la industria cinematográfica, de la televisión (abierta o digital), del videocasete y del DVD, la mayoría de aquellos escritores a quienes se considera «más serios» o «más profundos» o «más literarios», muy raramente superan la venta de unos pocos millares de ejemplares por edición (cuando bien les va), y sus elaboradas elucubraciones impresas no suelen durar más que un par de semanas en los escaparates de las librerías. Y duran todavía mucho menos en las listas de «los más vendidos», si que alguna vez logran figurar en ellas. En consecuencia: ¿Constituye la novela de horror o terror un subgénero literario menor tan sólo porque así lo afirman los críticos? ¿O, por el contrario, constituye un subgénero literario respetable y mayor —ampliamente establecido— gracias al aporte de muchos autores de renombre y valía, como los últimamente mencionados? La polémica está planteada y proseguirá por mucho tiempo todavía, pues el caso es que ni tirios ni troyanos tienen la mínima intención de dar sus brazos a torcer.

Para finalizar, quiero mencionar un caso sumamente interesante, pues lo tiene todo: literatura, música, cine, genio, mediocridad, enormes auditorios, etcétera. En 1990 John Steakley escribió y publicó la novela «Vampire$», un relato denso y drásticamente mediocre que aún menos que nada hubiera podido aportar al género. Era una novela pésima que, para colmo, culminaba con una resolución ingenua, casi infantil. Sin embargo, en 1998, el sello Columbia Pictures, que había adquirido los derechos del libro, encomendó una versión cinematográfica al director John Carpenter, quien a su vez encargó el guión a Don Jacoby. El resultado cuajó en una historia ágil, directa y muy original, narrada en forma casi magistral y saturada con todos los elementos que pueden convertir cualquier publicación que haya sido escrita con cierta maestría en un éxito editorial: conflicto, amistad, lealtad, confrontación, suspenso, traición, sexo, amor, violencia y un giro muy original en cuanto al mito del vampiro. Como en muchos casos, la versión cinematográfica de «Vampires» (ahora sin el signo $ y retitulada «John Carpenter´s Vampires») superó ampliamente a la versión original impresa, repercutió sobre un enorme auditorio a nivel mundial y terminó convirtiéndose en lo que los norteamericanos denominan Cult Movie —película de culto—, junto con una infinidad de títulos memorables, tales como «The Asphalt Jungle» («La jungla de asfalto»), «Mrs. Miniver» («La señora Miniver», «All Quiet on the Western Front» («Sin novedad en el frente»), «Gone with the Wind» («Lo que el viento se llevó»), «From Here to Eternity» («De aquí a la eternidad»), «East of Eden» («Al este del paraíso»), «A farewell to Arms» («Adiós a las armas»), «Rebel without a Cause» («Rebelde sin causa» y muchas otros, todos los cuales fueron a su vez notables adaptaciones cinematográficas de novelas memorables.


Lo que pretendo resaltarse aquí, es lo siguiente: de la misma manera que novelas famosas se tradujeron en notables películas, ha habido casos como el de «John Carpenter´s Vampires», en los cuales una feliz asociación entre un excelente director, un buen elenco y guionistas con garra han podido transformar pésimas o mediocres novelas en películas verdaderamente atendibles. Pero los irreductibles conservadores de la crítica literaria suelen afirmar que, casi invariablemente, las versiones cinematográficas se las ingenian para destruir o adulterar todas aquellas entre las mejores novelas que son llevadas a la pantalla grande.