martes, julio 03, 2007

El amor… Esa cosa esplendorosa y terrible


Ayer volví a mirarla después de tanto tiempo, mas no fue en persona. Fue en un par de fotos de estudio, donde aparece junto a sus dos hijos. Una vez más me sorprendí —igual que cada vez que la veía— porque es hermosa, más allá de lo imaginable. Una Meg Ryan morena y tan guatemalteca como el espíritu de la tierra. Ella conserva la misma sonrisa deslumbrante; los mismos ojazos de plenilunio; aquella exacta serena belleza que me cautivó desde el primer instante, que fue la primera mirada. Ayer volví a mirarla después de una interminable jornada gris: siete años, tan largos y áridos como siete siglos. La imagen era fija y estaba exenta de su voz, que es dulce y cálida como miel espesa.


El amor suele ser terrible y maravilloso a un mismo tiempo. Con la misma inmensa fuerza irresistible es capaz de elevar, exaltar y destruir a un mismo tiempo… Una fuerza ciega, que desconoce las razones y desprecia las medias tintas. Arrasa con la furia de un tsunami y desgarra con la fuerza de un gigantesco depredador carnívoro. Acostumbra llegar sin invitación y casi siempre escapa, igual de improviso, dejando vacías las manos, el alma y la vida entera. En su mismísima esencia, me recuerda el título de una película famosa que fue rodada en 1955, bajo la dirección de Henry King, y cuyos protagonistas fueron Jennifer Jones y William Holden… Adaptación de una novela de Han Suyin, la historia —desarrollada en Hong Kong— giraba en torno al romance entre una doctora euroasiática y un corresponsal norteamericano, durante la guerra de Corea. Su título era «Love is a Many Splendored Thing» (El amor es una cosa esplendorosa). ¿Podría haber mejor definición que aquélla? El amor, de tan esplendoroso, toda vez que llega deslumbra y enceguece. Pero hace todavía más: imprime, con hierro candente, una marca que ni siquiera la eternidad lograría desvanecer. Uno desearía escapar de él, e incluso llegaría a negarlo hasta más de tres veces —tal como hiciera Pedro el apóstol con Jesucristo—, pero todo ello sería en vano. Tan sólo el desierto helado de la muerte parecería capaz de aplacar esas llamaradas devastadoras.


Miré con detenimiento sus fotos y volví a embeber los ojos y el alma con su belleza. Porque si hermosa es, y de sobra, también lo es por completo: en alma y cuerpo. Y sólo de verla, comprobé, con amargura, lo engañoso que es el poema de Gregorio Marañón: «…Espera, corazón, espera/ que ninguna inquietud es infinita,/ y hay una misteriosa primavera,/ donde el dolor humano se marchita…». Pero no es así. En absoluto. Entonces, mirándola, su esplendor me inundó y, extrañamente, experimenté casi lo mismo que quienes están en trance de ahogarse: regresó, como en un destello, el momento en que —siete años atrás— todo había terminado. La entera agonía que había seguido a ese instante desfiló una vez más, fugaz y lancinante. Dejé entonces de imaginar su voz, para arroparme en cambio con aquella música emblemática de mi tormento: el Adagio para cuerdas, de Barber. Y también para aferrarme, con desesperación, al último tramo de una hermosa y melancólica canción de Joan Manuel Serrat. Y volví a descubrir que aquélla no había sido una derrota más, sino la definitiva. Y ello me llevó, por fracción infinitesimal, a enfrentar el galope tumultuoso y mortal de los jinetes apocalípticos, sus fantasmales clarinadas de degüello, su avance arrasador, frente al cual tan sólo resta morir de pie y con las botas puestas.


Resulta por demás extraño lo que una imagen puede desencadenar entre las simas de la mente y el alma, en apenas fracción de segundos. Ciertamente: Love is a Many Splendored Thing… Ni siquiera «El Cantar de los Cantares» alcanzaría para describir y alabar el esplendor de la mujer amada. Asimilé por enésima vez el sentido del término Apocalipsis: «Revelación». Y me refugié, por un momento más, en la letanía de Serrat, tan cierta, tan propia, tan dolorosa:


«…Tus recuerdos son/ cada día más dulces,/ el olvido sólo se llevó/ la mitad./ Y tu sombra, aún,/ se acuesta en mi cama/ con la oscuridad,/ entre mi almohada/ y mi soledad…».