lunes, agosto 20, 2007

Admonición entre Kama Sutra y burocracia…

Ten sumo cuidado, hijo mío, cuando traslades todos los ímpetus y fogosidades que —varón al fin y al cabo— has heredado, no sólo de tus alocadas hormonas viriles, sino, más que nada, de tu transitar tumultuoso y baladí por la iniciativa privada… ¡Oh, qué feas palabras!… ¡Libre empresa! ¡Iniciativa Privada! ¡Empresas y Empresarios! Cuán terribles lugares festinados y repletos de lujuriosos desenfrenos operativos, de atrevidísimas pasiones por emprender, y también de una satiriasis laboral desencadenada, la cual no parecería conocer tregua ni cansancio… Mas… ¡Cuidado con que todo eso lleves —te lo advierto en nombre de la mesura y la prudencia— hacia el prístino e inviolado lecho de una pudorosa y virginal burocracia! Pues deberás saber que ella es, ¡entre todas!, de trabajos y desvelos, de esfuerzos y sudores, de tareas y labores, de ocupaciones y faenas, de producciones y obras, de soluciones y fatigas… ¡La más virgen! ¡La más pura! ¡La eternamente intocada!

Primero que nada o antes que todo, tal cual hubiere indicado el insigne maestro Perogrullo, habrás de saber, también, que absolutamente todas las burocracias que pueblan este sudoroso mundo que ha sido maldecido por el Dios de los profetas con ese penosísimo deber del trabajo, con esa horrenda maldición de tener que poner el cerebro y los hombros y los brazos y el sudor de la frente (y del resto del cuerpo en días de canícula) para ganar el mísero pan de cada jornada… Ellas todas, las burocracias te repito, han nacido y crecido y también hipertrofiado hasta casi el infinito presupuestario o el cul-de-sac de los erarios (¡todos!), con el harto propósito de ser virginales de tarea alguna, por los siglos de los siglos… ¡Amén! ¡Que alabadas por siempre todas ellas sean sin excepción! Y que, como consecuencia de tan sublime destino, ésa, su preciosa e intocable pureza, haya de estar por siempre íntimamente relacionada, no ya con eso que el vulgo suele denominar «atorrantismo desenfrenado», «haraganería extremada», «inutilidad irreductible», «incurable hueva retribuida y premiada», o un tan vulgar como cotidiano «síndrome de la vagancia presupuestada», sino con un aguzadísimo sentido del pudor, que, ¡repercutiendo en antípodas del hipotálamo!, les producirá en extremadamente brevísimos plazos ese disgusto —más bien una especie de horror frenético, o tal vez la transferencia misteriosa de un espasmo intermitente de claustrofobia exasperada— que habrá de traducirse siempre en un rechazo supremo, irrenunciable e irrestricto contra aquella sentencia bíblica que sigue resonando, tan cáustica como inaceptable, en los oídos castigados de la Humanidad toda: «¡Ganarás el pan con el sudor de tu frente!»…

Entonces, varón lujurioso que sólo piensas en derramar sudor tras sudor y todavía más y más sudor en el único propósito de satisfacer tus egos machistas con la ilusión de ganar el sustento en base a esfuerzo y capacidad… ¡Oh tú, torpe criatura psico-freudiana!… ¡Nunca oses tocar a una burocracia ni siquiera con el más delicado pétalo de la más bella entre las rosas! Pues sucede que ellas, las burocracias, adolecen de una delicadísima epidermis que resiente gravemente, ¡irremediablemente!, ante los menores contactos, así como también ostenta unas mejillas de niña que ruborizan con violencia frente a las más sutiles insinuaciones. En presencia de una burocracia, ¡cualquiera entre todas ellas, sin que importen épocas, razas o latitudes!, deberás refrenar tu natural ardor masculino, porque ella, ¡una intuitiva por naturaleza!, resentirá siquiera tus mínimos avances, tus más ínfimos acercamientos y cualquier microscópica demostración de que pretendes dar curso a tus sórdidos deseos de vulnerar, con pecaminosas labores y hórridas tareas, su pudorosa y milenaria inviolabilidad.

¡Ah, juventud alocada que todo pretende arrasarlo a su paso por la vida! Con una burocracia sólo vale tener suma paciencia y ésta debe ser, a su vez, tan impasible como infinita, pues ni siquiera en momentos de letargo o distracción, de vacación o de feriados largos, de público jolgorio o de aquella exangüe lasitud que todo lo invade y envuelve tras un parrandeado fin de semana, una burocracia que se precie de tal aceptará embates contra su atesorada virginidad. Castas, puras, inmaculadas, intactas, inmóviles, incólumes, impertérritas… Así son las burocracias de este mundo, amigo mío… Y si resistes aceptar verdades tan evidentes, peor para ti habrá de resultar.

En consecuencia… No te desveles en vano, caro amigo. No consultes febricitante y trémulo las más recónditas versiones del «Kama Sutra»; ni del «Ananga Ranga»; ni las atrevidas exhortaciones afrodisíacas de Anaïs Nin… Ni mucho menos, las tan socorridas páginas del «More Joy of Sex» de Alex Comfort… Pero tampoco pienses en recurrir a la filosofía acumulada durante más de seis milenios por todos los sabios de Sumeria, Babilonia, Egipto, China, Grecia, India, Roma, Islam y el Occidente Cristiano… Por tu bien te lo aconsejo: inhíbete hoy de buscar aquello que no hallarás jamás. Las burocracias nacieron para ser invariablemente vírginales y por siempre lo seguirán siendo, en tanto el mundo sea tal y deambule el sistema solar por esta galaxia nuestra, y el tiempo desenrolle con desesperante lentitud su enredada madeja apocalíptica de minutos, horas, días, años, milenios…

Ninguna burocracia permitirá que un garañón laboral desflore su intimidad con impúdica tarea alguna. ¿Cómo explicarlo mejor? Ellas, nacieron para ser exentas de trabajo y esfuerzo… ¡Purísimas e inmaculadas en tal sentido por toda una eternidad! Y siendo el trabajo el peor de los pecados (el más vil e imperdonable), ellas han jurado mantener una inocencia absoluta, prístina e intocada por el resto de los tiempos. Pero, si en tu desesperada frustración estás ahora clamando por una explicación mejor, tan sólo podré decirte lo siguiente: los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus… Y las burocracias son de esa galaxia tan lejana que aún no ha sido descubierta, pues mora, gravita, levita y vegeta en algún ignorado lugar del espacio estelar más escondido y recóndito… (¡Ejem!).