lunes, julio 14, 2008

Una tragedia en ocho patéticos actos

Un día de estos, entrenaba en el gimnasio, poniendo más que el alma y la vida sobre la oscura y pulida superficie de una amigable elíptica magnética. Como a unos 20 metros de donde yo estaba ejercitando mi capacidad aeróbica, varios televisores encendidos mostraban diferentes programas. Repentinamente, me concentré en uno de ellos. El canal era uno de los de ESPN y se trataba de un torneo internacional de billar. En fin… No es que ese juego me interese mayor cosa. Nada de eso… Pero era una competencia femenina y lo interesante allí era, fuera de toda duda, las dos jugadoras. ¡Un par de mujeres espléndidas y como hechas a la medida de mis gustos! Una, de origen chino, con cabello renegrido, largo y suelto: Jeanette Lee (es bien sabido que me muero por las mujeres asiáticas). La otra, una norteamericana, con el cabello corto y rubio, cuyo nombre era Allison y su apellido Fisher.

Verán: el billar suele aburrirme mortalmente, pues lo considero un juego de fulleros y para nada un deporte. Pero aquel programa acaparó mi total atención.. Y no era para menos, con tremendo par de soberbias mujeres. Bien… Conviene aclarar, por si alguien todavía lo ignora, que los hombres acostumbramos pasar el 90 por ciento de nuestro tiempo útil mirando mujeres o fantaseando acerca de ellas. Es algo natural, contra lo cual no podemos hacer mayor cosa. Se diría que es como un chip que ya viene integrado, desde la misma fábrica, con nuestro equipo genético. Desgraciadamente, parecería que mi chip vino con un lamentable desperfecto de sobrecarga, en vista de lo cual me veo obligado —contra mi voluntad, por supuesto— a ocupar casi el 99 por ciento (o algo más) de mi tiempo útil en… ya saben: mirarlas, admirarlas, desearlas, adorarlas, soñarlas, anhelarlas, arrastrarme a sus pies como un inmundo gusano, etcétera, etcétera.

Ahora bien… El ejercicio sobre una elíptica magnética tiene su lado aburrido después de 80 ó 90 minutos sin tomar pausa. Así que, como primera providencia, dejé ir mis ojos sobre la pantalla del televisor… Mas, transcurridos unos pocos minutos de aquel maravilloso espectáculo, comencé a preguntarme qué pasaría si se presentara la oportunidad para que yo hubiese podido concretar una de mis más caras aspiraciones: quedarme en una isla desierta con dos hermosísimas mujeres… Claro, las dos bellezas deberían ser aquellas mismas que aparecían en esa pantalla, disputando en torno a una mesa de billar… «¿Qué pasaría si la suerte me diera el regalo de caer en una isla con estas dos bellísimas mujeres?», me pregunté mientras comenzaba a babear, de manera automática e inconsciente, sobre la elíptica magnética. Comencé entonces a sumergirme en aquella deliciosa ensoñación, pero, he aquí que una neurona solitaria y rebelde se me encendió en algún lugar del cerebro, desplegando con insistencia una luz roja de alerta. Recordé, entonces, la clase de suerte —horrenda, si es que bien me va— que tiene por costumbre acompañarme, y entonces reflexioné con cierta profundidad sobre cuál habría de ser el lógico desarrollo de los acontecimientos en la isla paradisíaca. A continuación haré un recuento y, para una mejor comprensión, dividiré las sucesivas secuencias en actos…

Acto uno. ¡Por fin mi sueño dorado se ha hecho realidad! La isla desierta como telón de fondo. Las palmeras ondulantes, la brisa suave que acaricia y arrulla. Y esas dos bellísimas mujeres, asiática y rubia, ahí mismo, ¡a solas conmigo y sin nadie más a la vista en cientos de kilómetros a la redonda! Me cuesta horrores creer en mi buena suerte. Me pellizco una y otra vez, con el propósito evidente de comprobar que estoy en verdad despierto. También me doy de cachetadas. ¡Oh! ¡Qué bella puede ser la vida en ciertas ocasiones! (Faltaría una música de fondo tipo «Blue Hawaii», «Flower Drum Song»… O tal vez, ¡mejor todavía!, «The World of Suzie Wong»).

Acto dos. ¡Terrible decepción! He entablado conversación sin pérdida de tiempo con mis dos irresistibles musas. Pero una de ellas me ha confesado, entre susurros, que padece de un herpes galopante y sumamente contagioso, que la aflige sin tregua los 365 días del año. La otra, exhibiendo muy mal gesto, ha declarado a los gritos ser lesbiana militante y que desearía utilizar unas de esas gigantescas tijeras que se usan para castrar carneros, a fin de hacer lo propio con todos los hombres de este planeta. No sé por qué, pero tanto aquellos tonos chirriantes de contralto, como esa lúgubre entonación y la expresión de furia homicida con que se ha fijado en mí al expresar todo aquello, me han provocado escalofríos.

Acto tres. ¡Catástrofe en la isla del paraíso! La torva lesbiana ha pasado, sin más, de los dichos a los hechos. Mientras proclamaba, a voz en cuello, que no había lugar para un gusano como yo en aquella ínsula, me ha entrado a patadas, en tanto la del herpes galopante batía palmas con un entusiasmo febricitante y exhalaba entrecortadas risitas de felicidad orgásmica. Con todo y que la paliza ha sido muy dura, lo peor llegó cuando, con un descomunal puntapié final en donde ustedes podrán imaginarse, aquella furia me lanzó de cabeza al agua, y amenazó, como siempre a los gritos, con matarme si por casualidad me atrevía a poner un pie sobre la playa. Dolorido, humillado y teniendo mi amor propio en añicos, comencé a bracear torpemente, con el propósito de internarme mar adentro y dejar atrás aquel infernal pedazo de tierra.

Acto cuatro. ¡Fatalidad en las agitadas aguas oceánicas! No se podrá decir que yo sea en nada parecido a un nadador olímpico. Antes bien, mis patética secuencia de brazadas, pataleos, jadeos, ahogos y toses entrecortadas provocaría un estallido de burlas hasta en una convención de parapléjicos. Vaya a saber uno por qué razón, pero no habrían pasado ni cinco minutos de tan atribulada travesía, cuando ya una legión de tiburones hambrientos estaba acudiendo presurosa, desde varios centenares de kilómetros a la redonda. Sólo con verlos, cualquiera hubiese jurado que llegaban ajustándose apresuradamente la servilleta en torno al pescuezo y esgrimiendo —cada cual en su estilo— sendos cuchillos y tenedores, con ese aire triunfal que suelen exhibir deerminados sibaritas frente a la mesa del banquete. Para peor, algunos de ellos hubieran hecho ver al famoso tiburón de Spielberg como una inocente variedad de perrito faldero. ¡Y como si lo anterior fuera poco, exhibían con fúnebre alegría unos descomunales dientes del tamaño de cimitarras! (Debe ser algún efecto de las pruebas atómicas, digo)…

Acto cinco. ¡Providencia que en mi favor interviene! Me he encontrado, de buenas a primeras, con una larga fila de islotes, de aquellos que no sobrepasan, ni por broma, el centenar de centímetros cuadrados. Enloquecido por el pánico, comienzo a dar saltos alucinados y funambulescos, desde un islote hasta el siguiente, en tanto profiero unos alaridos tan lancinantes como patéticos y esquivo una y otra vez, gracias a las más descabelladas piruetas, todas esas filosas y terribles dentelladas que aventuran los escualos contra mi lloriqueante humanidad. Afortunadamente, ni tan siquiera atinan a rozarme… Pero, por supuesto: ninguna agonía podría ser digna de tal nombre si no se extendiera lo suficiente como para enloquecer de terror a la víctima en turno…

Acto seis. ¿Salvación a mi alcance? Después de atravesar por un casi interminable suplicio, babeando, tartajeando incoherencias (mucho más de lo que en mí es normal), balbuciente y con la lengua por fuera, he arribado por fin a un islote que debe tener unos 200 metros cuadrados. El tan providencial refugio no es más que pura roca y arena. Eso sí: se le mira de tan limpio impoluto, porque, de tan insignificante y estéril, ni siquiera las aves marinas que pasan por las cercanías se dignan a ensuciarlo… Bueno, como a caballo regalado no se le mira el diente… Me refugio, tiritando de pánico, frío y desesperación, en el centro mismo del islote, mientras los centenares de tiburones hambrientos que hasta allí me han perseguido comienzan a nadar, amenazadoramente, por los alrededores. Y lo que es peor todavía: me miran con odio y desprecio. (Incluso he creído avizorar ciertos gestos de insoportable grosería, realizados con alguna que otra aleta, por la notoria carencia del dedo medio).

Acto siete. ¿Trágica coincidencia o persistencia de mi mala suerte? Parecerá extraño, porque estamos en el océano Pacífico y es época de bonanza climática. Ya lo conocen ustedes, gracias a las películas y la publicidad turística: calorcillo, brisa suave, olas que murmuran mientras se balancean con la misma cadencia de mujeres fogosas que anhelan mimos y caricias… Pero, en forma repentina y tal como salida de la nada (o de la Dimensión Desconocida), una nube que no podría tener más de 200 metros cuadrados apareció en el horizonte y avanzó, con celeridad inusual, hasta ubicarse ¡exactamente!, encima del islote donde me refugio. Aunque resulte difícil de creer, la condenada nube se ha quedado ahí estacionada, durante horas que parecieron más bien siglos, y ha estado lanzando, desde el primer momento y sin la más mínima interrupción, una llovizna helada que me cala los huesos y me llega hasta el alma. ¡Vaya condenada situación!

Acto ocho. ¿Castigo divino o intervención diabólica? Prosigue cayendo sobre esta misérrima humanidad mía toda esa maldita llovizna helada. Por supuesto que tan sólo llueve directamente encima de mi islote: pero ni un centímetro más allá… (Creo ver, desde mi refugio, el regocijo que ello provoca entre los tiburones). El resto del océano, con buen tiempo. ¿Qué digo? ¡Más bien exhibiendo las bondades de un clima excelente! Y tan bueno ese clima, que gracias a ello los sonidos se transmiten por largos kilómetros con una facilidad asombrosa. De tal forma, mientras me mojo y me congelo hasta los apellidos de mis venerables tatarabuelos, me es posible escuchar el rumor —incitante, persistente y fastidioso— de cómo se revuelcan, regodean y refocilan aquellas dos tipas aquellas que se han quedado en mi isla desierta.

Acto final con pregunta retórica (¿A las Musas?): ¿Por casualidad seré uno de esos tipos que son implacablemente perseguidos por la peor de las suertes?