lunes, julio 21, 2008

Acerca de mi Musa…

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En un artículo anterior hablé de la inspiración, de cómo crear una obra literaria inmortal, y de la importancia de la musa dentro de todo este asunto. Pues ahora diré algo más: hoy día cuesta un bigote conseguir una musa. Y no es tan sólo que las musas ahora no abunden, sino, mucho peor todavía: que por esos caminos de Dios deambulan algunas que ahí les cuento. Después (claro), la gente, que es mala y comenta, suele opinar que los escritores somos un desastre, que cuando no escribimos mal lo hacemos peor, que padecemos de una incoherencia aguda, que de seguro escribimos o borrachos o drogados… Que esto, o que lo otro, o que lo de más allá… Pero no se detienen ni un momento a pensar en nuestro grave problema con las musas. ¡Eso sí que no! Mándennos, nomás, a escribir sin musa, y se hará realidad la lúgubre presunción del gordito Víctor Púa, aquel entrenador de la selección uruguaya de fútbol, cuando expresó, con acento lastimero: «…¡Me mandan a la guerra armado con escarbadientes!»… (Tenía que disputar la Copa Sudamericana con un grupo de juveniles, pese a lo cual salió subcampeón, y apenas resignó el título frente a Brasil, que había llegado a la cita con todas sus estrellas internacionales).

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Pero esto es hogaño. Antaño, las musas abundaban y alcanzaban para la inspiración de un montón de escritores del siglo XIX y principios de XX. Bueno, a fuer de completa sinceridad, no sólo ellas: también el ajenjo, el opio y la morfina, cuando no el efluvio concentrado de las cloacas… Y mi problema radica en lo reacio que soy a ingerir cualquier estimulante que sobrepase el poder de una vulgar aspirina. Por aquel entonces, ellas (las musas, no las aspirinas) deambulaban por discretos jardines, siempre amables y casi etéreas, susurrando de vez en cuando algunos sabios consejos en los ansiosos oídos de creadores literarios y otros artistas. Aunque vestían (ls musas, no los artistas) telas vaporosas, con encajes, lacitos y todo aquello, de seguro eran unas tipas bellísimas, con unas caritas del mismo tipo que Liv Tyler y cuerpos al estilo de Kate Beckinsale… ¡O viceversa! Aquellas bellísimas musas olían a destellos de ambrosía y sus voces eran una mezcla impresionante de armonías celestiales, con un toque acentuado de sex appeal profundo. No en vano fabricaron, ellas, un montón de grandes escritores y también algún que otro premio Nóbel de literatura. Musas eran aquéllas, las de antes, pues como bien ha sido dicho, todo tiempo pasado fue mejor.

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Según la tradición de Grecia clásica, las musas eran nueve, todas ellas hijas del divino Zeus y una misma madre: Mnemósine (la Memoria). A cada una de las musas le correspondía una función específica. Calíope representaba la elocuencia. Clío destinaba sus afanes a la historia. A Erato le correspondía la poesía erótica. Bajo la protección de Euterpe estaban la música y los músicos. A Melpómene le tocaba la tragedia. Polimnia tenía a su cargo la mímica y la poesía lírica. Terpsícore, era protectora de la danza. Talía tenía encomendada la comedia. Y finalmente: Urania estaba vinculada con la astronomía. Aunque podían vagar por aquí y por allá, las musas tenían lugares preferidos de residencia. Uno de ellos era Pieria, al este del Olimpo. Pero también lo hacían en el Parnaso, en Delfos; y en el monte Helicón, lugar donde Pegaso (aquel célebre caballo con alas), después de golpear el suelo con sus cascos había hecho brotar una fuente que era inspiración para los poetas. Debido a que las musas formaban parte del séquito de Apolo, pronto sucedió lo que era de prever: unos amores clandestinos que dieron nacimiento a los coribantes, quienes fueron los danzantes sagrados de la diosa Cibeles. En vista de lo sangriento y cruel que era el culto a Cibeles, parecería que los tales —coribantes— no sacaron nada de la inspiración materna hacia la comedia o tan siquiera la poesía. En cuanto a otra de las musas, Melpómene, sus amores con vaya a saber quién dieron nacimiento a las sirenas. A las musas les gustaba tener sus mansiones junto a fuentes de agua o riachuelos, donde a veces cantaban y bailaban bajo la dirección de Apolo. Aquellas musas se tomaban su honra muy a pecho y solían castigar a quien pretendiese emularlas en sus cantos. Y eran también sumamente estrictas en cuanto a sus respectivas atribuciones, cuando menos hasta los tiempos de Homero. Pero sospecho que, con el paso de los siglos comenzaron a diversificarse y a hacer, cada una, un poco de todo. No quiero imaginar el lío que les causó la Revolución Industrial. Y ni quiero saber qué embrollos sufrieron por culpa de la Globalización.

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Hasta que llegamos al momento actual, siglo XXI, año 2008, con la tal Globalización, la Posmodernidad y demás yerbas… Las musas de hoy, no son como las de antes. Y díganmelo a mí, que el otro día, después de innumerables esfuerzos, desvelos y anuncios en los clasificados del periódico, conseguí el concurso de una. Puedo decir que, sólo para comenzar, estas musas contemporáneas ni se bañan ni cepillan sus dientes con frecuencia. Toda vez que uno las ha contratado, invaden su casa —la de uno, no la de ellas— y de ahí en adelante se la pasan todo el santo día rascándose, viendo televisión por cable y devorando entremeses, piscolabis, bocadillos, tentempiés y refrigerios de muy diversa índole. Al parecer están sólidamente agremiadas y sostienen una exagerada conciencia acerca de sus «sagrados» derechos laborales (no me extrañaría que el asesor del sindicato fuese Joviel Acevedo).

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Exhibiendo por regla general muy malas caras, estas musas posmodernas suelen reclamar a grito pelado unos salarios astronómicos, ¡y no digamos nada sobre las prestaciones y el seguro de salud! Pero, una vez que han conseguido todo lo que piden… ¡Se declaran en huelga con una frecuencia alarmante! Cuando uno les suplica, con voz entrecortada, que depongan su actitud y retomen el trabajo —créanme que es difícil suplicar en calzoncillos, frente a una musa enfurecida, a deshoras de la madrugada—, suelen contestar con un vocabulario que no por variado dejaría de ruborizar al rey de los patanes. ¡Y eso sí que es manejar un léxico con soltura! Cuando menos, en tales ocasiones puede uno caer en cuenta de la extremada riqueza del idioma español. Y sin embargo, hasta esa experiencia podría ser arruinada totalmente, y no sólo por la retahíla interminable y furibunda de palabras soeces, groserías, blasfemias, injurias y germanías, sino también por el mal aliento de la musa (como ya expliqué, no les gusta cepillarse los dientes y se ponen histéricas cuando miran los anuncios de Colgate en la televisión). Para colmo de males, son capaces de pasarse horas enteras torturándolo a uno con esa cantaleta neoliberal acerca de que «es imperativo ajustarse al juego de la oferta y la demanda». En resumen: que son una verdadera pesadilla. Ni siquiera el mismísimo Kafka hubiera tenido la capacidad para imaginarse algo siquiera aproximado a lo que es una de estas musas de hoy.

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Como ya dije, es tan difícil conseguir musa en estos días, que se debe recurrir a los anuncios clasificados y, cuando suerte hay, las páginas amarillas de la guía telefónica. Pero debido a las malas maneras y el exagerado mal humor de las tales —musas—, los periódicos han optado por ubicar sus anuncios bajo clasificaciones por demás ambiguas, tales como «Otros» o «Varios», generalmente, en las mismas columnas donde figuran también masajistas de dudosa profesionalidad (aunque no pueda caber la menor duda acerca de sus verdaderas actividades). Y como les contaba, a mí me costó una barbaridad encontrar musa. Pero, una vez hallada, lamenté haberla encontrado. La fichita que me tocó en suerte ha sido, a la postre, la responsable de todos esos disparates, desvaríos e incoherencias que he publicado en forma de libros o artículos periodísticos. Pero… ¿acaso se podría esperar algo mejor de ella? Empecemos por su mal aspecto: la tipa es mórbidamente obesa y ofensivamente desaseada. ¡Y dejemos pasar por alto el parche en el ojo y los dientes de oro! Pero lo peor, a mi modesto entender, radica en esa costumbre suya de mascar tabaco y escupirlo ruidosamente, por el colmillo, cada 20 ó 30 segundos, sin preocuparse ni a dónde aquello caiga ni a qué o a quién pudiera salpicar. Para colmo de males, a cada rato ella experimenta unos terribles accesos de cólera, lo cual me ha hecho sospechar el uso reiterado de estupefacientes u otras sustancias nocivas.

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Y como consecuencia de todo lo narrado, a nadie podrá extrañar que sea yo un escritorzuelo fracasado. Y todavía menos podrá alguien asombrarse, frente a ese caótico y patético panorama que es la literatura en tiempos de Posmodernidad…

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