martes, julio 03, 2007

Lo que sucedió en Adua, y algunos asuntos más


El 1º de marzo de este año se cumplió el 121 aniversario de la batalla de Adua. En aquella remota localidad etíope, en 1896, un ejército nativo de 120 mil hombres enfrentó y derrotó a otro italiano, compuesto por 14,500 efectivos. Aquel acontecimiento provocó verdadera sensación en todo el mundo debido a que, hasta aquel momento, salvo por la brutal masacre de Isandlwana (en enero de 1879, un ejército zulú de 22 mil hombres había exterminado una fuerza inglesa de 1,400, en aquella localidad sudafricana) y la matanza de Kartum (1885), jamás una fuerza militar europea había sido vencida de manera tan categórica por guerreros africanos. A partir de aquella fecha, los ecos de Adua iban a repercutir sobre la conciencia del pueblo italiano y, más particularmente, sobre las ambiciones y demagogia de sus líderes políticos de turno, por casi cinco décadas. Cuando menos hasta el 7 de octubre de 1935, momento en que las tropas enviadas por Benito Mussolini con el propósito de conquistar Abisinia derrotaron por completo a los etíopes y entraron, triunfales, en Adua.


Siempre me ha llamado poderosamente la atención aquel drama que se gestó 121 años atrás entre las amplias y accidentadas montañas de la geografía etíope. De ahí que en «Viejo Capitán» (1997), la única novela que he escrito hasta el momento, aquella acción militar figura en algunos pasajes, cuando menos de una manera tangencial. En la práctica, esa imagen de los soldados coloniales italianos combatiendo y muriendo bajo el intenso sol africano, rodeados por verdaderos enjambres de guerreros etíopes, contiene un poder de sugestión que no podría abandonarme muy fácilmente. En el momento en que se concretó aquella dolorosa derrota italiana, muchos otros países europeos —principalmente aquellos que estaban directamente involucrados en la carrera expansionista sobre el continente africano— echaron las campanas al vuelo y, por supuesto, magnificaron el asunto a placer y discreción. Sin embargo, de la manera en que se dieron las alternativas de aquella confrontación, no existió mayor posibilidad de que el resultado final hubiese sido diferente. El combate se desarrolló en unos parajes montañosos y muy accidentados que los etíopes conocían perfectamente, mas los italianos no mucho. La gran mayoría entre los 120 mil guerreros del negus estaba acostumbrada a combatir sobre aquella clase de terreno, mientras que pocos lo estaban en el ejército italiano. Y, para hacer las cosas todavía peores: el comandante en jefe italiano, un militar cuyo nombre no auguraba mayores éxitos —el general Oreste Baratieri—, decidió dividir sus 14,500 hombres (tenía apenas un soldado por cada nueve etíopes) en cuatro brigadas diferentes.


La «brillante» idea de Baratieri consistió en hacer marchar sobre la localidad de Adua a sus cuatro brigadas, separadas unas de otras y todas atravesando por distintos pasajes de montaña. Una vez que las cuatro fuerzas estuvieron muy distanciadas entre sí, los etíopes se concentraron en atacarlas una por una, abrumándolas por turno con el peso de todas sus fuerzas y terminando por aplastar a las cuatro sin remedio. La primera en sufrir la matanza fue la brigada de askaris (soldados africanos del ejército italiano) del general Albertone, que resultó completamente envuelta en las cercanías de Enda Chidane y sucumbió después de un combate encarnizado que duró casi cuatro horas. Cuando aquel desenlace estuvo consumado llegó, a destiempo, la brigada del general Dabormida, que de inmediato entabló una nueva batalla pero en condiciones absolutamente desventajosas. Esta nueva brigada corrió, rápidamente, igual suerte que la anterior y su propio comandante murió en plena acción. Una vez que aquel segundo combate estuvo consumado, las fuerzas etíopes atacaron a las dos brigadas restantes y las barrieron sin excesiva dificultad. Por culpa de aquel terreno tan accidentado, los italianos no habían podido utilizar con eficacia sus 56 piezas de artillería, que en diferentes circunstancias hubieran podido tener un peso mucho mayor. Y la innegable torpeza táctica de Baratieri había cuadruplicado su desventaja numérica, pues cada brigada italiana tuvo que combatir con la proporción de uno de sus soldados contra unos 30 etíopes. Cuando todo estuvo perdido sin remedio, los restos del ejército italiano se retiraron, pero habían perdido en el combate unos seis mil muertos y un par de miles de prisioneros, muchos de ellos heridos. Los etíopes tuvieron que lamentar alrededor de 10 mil muertos y un número impreciso de heridos.

A posteriori, aquellos acontecimientos resultaron convenientemente magnificados, aunque siempre de acuerdo con la intención o los intereses del magnificador en turno. Para algunos altos militares italianos, la culpa del desastre de Adua había recaído sobre los soldados, quienes «no habían dado la talla en aquellos momentos cruciales». Un argumento interesante, sobre todo si se tiene en cuenta que casi la mitad de aquel ejército italiano pereció en combate. Nada dijeron, por supuesto, sobre la evidente estupidez de Baratieri, ni sobre la locura de dividir una fuerza de por sí reducida en cuatro columnas a las cuales se hizo avanzar por separado y con gran distancia entre cada una de ellas. Por su parte, los enemigos de Italia aplaudieron el desastre con entusiasmo, y en primera fila estuvieron los franceses… Pero, por cierto, ningún ejército de una potencia colonial europea sufriría una derrota similar a la de Adua hasta que ellos mismos experimentaron, en Indochina, el desastre de Dien-Bien-Fu (1954). En aquella ocasión, 20 mil franceses al mando del general De Castries sucumbieron frente a 50 mil norvietnamitas dirigidos por Nguyen Giap. Las pérdidas francesas fueron 2,300 muertos, 5,200 heridos y casi 12 mil prisioneros. Los vietnamitas perdieron —sin mayor remordimiento— ocho mil muertos y 15 mil heridos. Muy posiblemente, en aquel momento los italianos hayan dicho bastante acerca de la derrota francesa, la cual, en honor a la verdad, se debió más que nada a la estupidez de su alto mando: tomaron posiciones en una hondonada, rodeada de alturas, imaginando que nadie podía llegar hasta ellos a través de una espesa selva que, en teoría, los estaría resguardando. Así que, después de todo, De Castries resultó tan buen alumno de Baratieri, que incluso superó con creces al maestro. Pero además, las cifras de aquella catástrofe desmerecen al ejército francés, pues en lugar de enfrentar una desventaja de uno contra nueve, la suya fue de apenas uno contra 2,5. Mientras en Adua murió casi la mitad del ejército italiano, en Dien-Bien-Fu cayó algo más del 10 por ciento de los franceses. En Adua hubo un prisionero italiano por cada tres muertos, pero en Dien-Bien-Fu hubo cinco prisioneros franceses por cada muerto (proporción quince veces mayor).

Más allá de todos los comentarios que sobre una y otra batalla pudieran haber realizado propios y extraños, tirios y troyanos, interesados o desinteresados, historiadores, pensadores, analistas, políticos o militares… La moraleja de aquellos dos memorables hechos de armas es bien clara: a lo largo de la historia, la estupidez no ha sido un coto exclusivo ni de los locos de solemnidad, ni de los idiotas declarados, ni de quienes pretendiesen representar a la sociedad civil. También los militares han tenido su cuota-parte… ¡Y de qué espectaculares maneras!