martes, julio 03, 2007

Concierto con sordina para burócrata consciente


¿Sabés a ciencia cierta qué es lo que significan ocho horas diarias quemadas, minuto a minuto, en una oficina pública… un año tras otro sin tregua ni solución de continuidad, hasta que te alcanza el momento en que llegaste a perder la cuenta exacta del tiempo?


Es una pregunta terrible y recién ahora lo sé. Pero tal vez la respuesta, en sí, resulte todavía peor. Y tanto, como esa sal que el verdugo aplica a veces con regocijo sobre la herida de su víctima o como el filo de un cuchillo metiéndose, con deliberada lentitud fría y cruel, en los recodos de una carne temblorosa e indefensa, magullada y aterrorizada pero que, a pesar de todas las cuentas, ¡está aún viva y consciente de su suerte! Porque a veces las palabras son peores que las piedras o los palos, más daño hacen, fijate. Y lo peor es que, como permanecen sin pausas dentro de tu cabeza, no las podés esquivar de ninguna manera; vos intentá nomás hacerlo y vas a ver… Con el paso de los años resulta que uno se ha ido desgastando poco a poco, que sin darte cuenta de ello te desmoronaste en cámara lenta y por secciones: de a pedacitos pequeños y en una forma que es insidiosa por lo imperceptible, hasta diría que traicionera. Hoy un poco, mañana otro poco (¿viste?). Y todo eso te va sucediendo fatalmente, inevitablemente, casi como en esos teleteatros baratos que transmiten los canales de la «televisión nacional», pero eso sí: sin un carajo de final feliz que valga. Porque, en la vida real, muy extrañamente acontecen los finales felices.



El tiempo transcurre y ni siquiera echa una mirada hacia atrás, para ver si te pasó por encima o si te ahogaste en tu propia desesperación, que es como decir tu propia mierda. La gente te hace daño y, «bien, gracias», que ahí te quedés bien fregado. Y con el paso del tiempo, esa cosa vieja que es la vida terminará siendo tu viuda, pero antes tenés que pagar, hasta por cada bocanada de aire que hagas llegar a tus pulmones y hasta ese preciso y fatídico momento en que tus bolsillos se encuentren desoladoramente vacíos y ni calzoncillos te queden. La vida, a fin de cuentas, es eso: tenerte prensado en el vientre de una máquina infernal, macerado dentro de una especie de remolino ciego que no conoce ni obedece más que unas leyes misteriosas e imprevisibles, nacidas quién sabe de qué capricho y dictadas quién sabe cuándo. La vida es esa cosa enorme y amorfa que un día, y otro, y todavía otro más —hasta llegar a quién sabe cuándo— se arrastra, con la misma pesadez de un gigante idiota o de un cíclope babeante, deslizándose con la misma delicadeza y discreción con que un mamut podría bailar el Charleston en el mismo centro de un plantío de tulipanes o de orquídeas, ¡vaya ejemplo de incontinencia! (¡Ah! ¿Así que ahora te reís?) Aunque, a fin de cuentas, todo forma parte de un gran desorden deliberadamente sembrado —en el fondo organizado—, porque todo es un Sistema… Y para el Sistema los seres no existen, ¿Acaso para vos existe, como individuo, cada uno de los poros de tu piel o cada uno de tus pelos del pubis? No, por supuesto, y para él (el Sistema) tampoco existimos nosotros como «Juan», como «Pedro» o como «Miguel», sino tan sólo como numeritos (sí, en diminutivo, apenas eso) garabateados con torpeza al margen de una tarjeta computarizada, o como una línea en blanco dentro de cualquier cuaderno más o menos desaseado de «Entradas y Salidas de Personal», el cual todos los días vas a tener que llenar puntual y obediente, con firma y contrafirma. Gracias al Sistema llegás a convertirte en un lugar fijo detrás del escritorio invariablemente polvoriento y habitualmente desaseado —las oficinas están en edificios viejos y mal ventilados, las empleadas de limpieza son cuatro pobres gatas, de a len la docena—, sin hablar ya del desorden que vos mismo podés crear con una verdadera cacofonía de papeluchos repetitivos, estúpidos, inútiles: pensados con abulia, concebidos con fatiga, escritos con la pegajosa densidad de plomo derretido, sellados y resellados con el mismo tesón del buey que lame las partes pudendas (algunos dirían, shucas) de una vaca… Papeles llevados y traídos, desde un despacho hacia otro, con aquella misma displicencia inconsciente que caracteriza a las mariposas en primavera —revolotea que te revolotea—, hasta que van cayendo en «tu escritorio», apilándose sobre «tu mesa», haciendo peso muerto sobre «tu diaria obligación», ¡todos tan primorosamente iguales en su santísima mediocridad! Todos pensados, creados y amorosa, artesanalmente concretados de, por y para mediocres.



¡Aleluya! José Ingenieros escribió algo sobre eso, “El hombre mediocre” se titulaba el libro. Pero cuando uno se ve encerrado en una oficina pública entre tantas variedades de grises y medios tonos, de medias tintas funcionales y de patéticos crepúsculos mentales, si es que uno ha leído alguna vez el libro que te cuento, comienza a caer en cuenta de que las realidades casi siempre superan a las especulaciones intelectuales más brillantes, o sea: el mundo es un lugar tan rematadamente kafkiano, que ni el mismísimo Kafka pudo tener una imaginación lo suficientemente desbocada como para describirlo en su asqueroso horror total.

Aaah! ¡Claro! ¡Es que vos recién estás empezando con todo esto! Y sucede que las escobas nuevas barren bien, invariablemente. Pero sólo al principio. Barrerás bien durante un tiempito, porque te ofrecieron un sueldo seguro cada fin de mes y las prestaciones, esa Seguridad Social llena de siglas y que funciona casi invariablemente al revés; esos aguinaldos y salarios vacacionales que alcanzan para bien poco, pero que te esperan fielmente a cada final o principios de mes; esa tranquilidad que proporciona el hecho de estar incluido en un Presupuesto de Gastos del Estado; y la respetabilidad innegable de Mamá Burocracia, lo mejor de todo. A vos te convenció alguien de que era mejor tener un pájaro en la mano que cien volando. Te dijeron que el éxito es una quimera que sirve de acicate a un montón de aventureros y ambiciosos (¡piratas! ¡vampiros sociales!, como dijera el doctor Jessé) a quienes sólo les interesa el pisto, la plata, el money, esa onda yuppie que a partir de la Era Reagan se menea, como los huracanes tropicales, de un lado para otro del continente, no ya de los Estates… A vos, te dijeron que no te largaras con rumbo a la aventura, como esa clase de cabrones arriesgados y avorazados que menean sus malas artes en eso que llaman iniciativa privada, porque corrías el riesgo de quedarte sin el pan y sin la torta. A vos te murmuraron (con más poder de convicción que el de la mismísima Celestina) que el Estado paga menos pero es seguro; que para mejor, jamás quiebra; que consiguiéndote un trabajito más o menos decente en cualquier oficina pública ibas a tener un sueldito más o menos pasable el cual, de una manera o de otra, aunque fuese un mes a los tragos y el otro a los empujones, te iba a alcanzar para más o menos ir tirando y que, con todo eso, más o menos ibas a vivir tu vida, más o menos ibas a mantener a tu familia y más o menos ibas a llegar a viejo, hasta que te alcanzara el momento de agarrarte como náufrago famélico de los bordes desportillados de una jubilación que, «más o menos», te permitiera sobrevivir al borde de más que menos miseria y más que menos desahucio, hasta que te llegara ese momento supremo y seguro de morirte, entonces sí: ya entonces sin más y sin menos, pero sí del todo y hasta de una sola vez.

¡Mirá lo que son las cosas! A vos te dijeron (o te insinuaron) que ibas a ser otro pilar de la sociedad, un defensor del Estado Benefactor, ¡Y vos, que tenés esa vocación intrínseca de Terminator, ibas a decir que no, acaso! Te metieron el cuento de alguna manera muy sutil y entonces, en lo recóndito de tu cabecita loca, ya te veías atrincherado detrás de un mostrador (con un sombrerito de papel en vez de casco y agitando un bolígrafo amenazador en lugar de bayoneta), acantonado en los alrededores de tu escritorio (siempre el mismo mueblecito de mierda, me temo), hasta el momento supremo en que te llegue el ascenso o el cambio de sección… Ya te veías haciendo unas maniobras de otoño en las cercanías del despacho de tu jefe (bajo banderas desplegadas); te soñabas, más bizarro que bizarre, abastecido mañana y tarde y noche por filas interminables de expedientes exhaustos, demacrados y barbudos, quienes llegaban, en densas legiones imbuidas de una determinación suicida, para ponerse bajo tus órdenes, para continuar la batalla por la defensa del imperio burocrático (un poco parecido a ése de las películas de George Lucas, como «La guerra de las Galaxias», sólo que mucho más oscuro, infinitamente más penoso y maligno); y vos luchando, ¡mosquetero!, vos ¡«Combate»!, vos ¡«Misión Vietnam»! (o mejor todavía, «Misión: Imposible», ¡y cuánto!)… Vos, una combinación perfecta de Schwarzenneger-Stallone-Chuck Norris-Van Damme-Steven Seagal oficinesco. Vos, lucha que te lucha contra el expediente fatídico, contra la maldición sempiterna del hombre masa, contra la iliquidez del «Erario Público» (pero aflojá, bruto: ¿donde viste un «erario» que no sea «público»? De repente, por ahí en las casas de putas de la zona nueve, ahí sí que vas y te encontrás con un buen Erario Púbico, pero bastante menos sucio que el otro, con toda seguridad)… Vos, defendiendo frentes de batalla en peligro. Vos, acudiendo a salvar ejércitos enteros de heroicos expedientes, transformando cada una de tus jornadas burocratoides una gran batalla: un Marne, un Stalingrado, un El Alamein, un Sedán… Y vos desangrándote, por amor a la noble patria burocrática, ¡ra-ta-ta-ta-tá!, atrincherado detrás de cien, de doscientos expedientes erizados por el sublime furor de la batalla, por el olor a heroísmo… ¡Cornetas que resuenan ordenando cabalgar hacia el enemigo! ¡Tambores que redoblan exhortando a que la tropa expedientil avance hacia la muerte y la gloria!… Y ahí en el mismo epicentro de la acción más espectacular, que decir, ¡digna de una superproducción de Hollywood!… ¡Simplemente vos! Vos mismo traqueteando una vieja máquina de escribir (que es la perfecta y letal ametralladora de los burócratas), ¡taca-taca-taca-tá, crash!… No habría clarines tal vez, pero sí tendrías millones de cartuchos y obuses y granadas de mano (todos hipotéticos e hiperbólicos, claro); todos ellos cargados (sobrecargados, más bien) con toneladas de vacías verborragias. Y a todos ellos les irías a hacer, por estricto turno, el prohibido corte dum-dum utilizando, para ello, el filo de mil razonamientos torpes (morónicos) y de otras tantísimas declaraciones pomposas. Y después de ello, a todos los irías a descargar con furia sobre el enemigo, sobre esas caras crispadas y contra esas voces beligerantes y reclamantes, esas mismas que todos los días se asoman desde el otro lado de las trincheras, perdón, de las barandas, de los mostradores…

Vos, por supuesto, te ibas a enfrentar con esa otra legión, la legión maldecida del enemigo, esos a quienes en lenguaje políticamente correcto suelen llamar «público»… Aquéllos a quienes les dicen «gente». Esa confusa masa-marabunta que para los políticos, al menos en épocas de campaña electoral, termina convirtiéndose en «apreciables conciudadano»” y hasta «queridos compatriotas». ¡Mirá y aguantate vos a ese shumerío! Pero, vayamos por partes: entonces, a vos te lo explicaron que ibas a trabajar para Papá Estado-Gobierno, y que lo ibas a hacer, con verdadera fidelidad canina, por el resto de tu vida útil y por el bien indivisible del Pueblo y de la Nación (¡Fijate qué lindas palabritas! ¿Eh?)… Pero en realidad te estaban enganchando con el Sistema. Porque, al igual que en cualquiera de ellos (los sistemas, digo), en éste se necesita gente que sea dócil y fiel y convencida, para que todo funcione bien y sin problemas. Y entonces, ya convencido y con la cabeza gacha, estás verdaderamente listo para que la Santa Madre Burocracia te engulla de un solo mordisco, sin que te llegues a dar cuenta siquiera. Y no me mires así, porque no estoy mintiendo. ¿Acaso te cuesta tanto entenderlo? ¿Lo que te digo ahora lastima de tal manera tus ilusiones? «Claro», estás pensando —y después de todo, ¿por qué no lo decís en voz alta?—, «toda esta perorata hirsuta es una especie de cuento chino y este tipo es un amargado, un frustrado por la vida y de por vida… ¡Como si no bastase con verlo!». Y de esa manera te estás convenciendo vos mismo para preservar intacta esa, tu frágil ilusión, como si todo se tratase de un juego de niños, ¿ya te fijás?, porque es precisamente tu confianza en el Sistema la que está destinada a sostenerte durante los próximos años… Y no creas que no te comprendo, aunque no quiera justificarte… Vos sos exactamente igual que aquellos judíos quienes, durante la guerra mundial del 39 al 45, mientras los nazis los estaban masacrando por millares y utilizando para ello todos los medios imaginables (balas, palos, humo de los caños de escape de los carros); y que mientras el bigotudo Hitler preparaba sus grandes campos de concentración con cámaras de gases y crematorios incluidos, para poder asesinarlos cómodamente y ya por centenares de miles; y que mientras los matarifes ornamentados con la cruz gamada iban desalojándolos de los ghettos y cargándolos como ganado en tránsito hacia el matadero en unos infames vagones atestados… Mientras todo eso estaba sucediendo bajo sus propias narices e incluso todavía después (cuando las chimeneas de Auschwitz, Treblinka, Maidanek y quién sabe cuántos otros lugares de muerte y perversidad expulsaban en largas bocanadas las cenizas, las partículas y los olores grumosos de los cadáveres incinerados… ¡Mientras todo aquello estaba aconteciendo!, ellos, judíos condenados al matadero se decían: «…No, eso no puede ser. Alemania es un país civilizado y los nazis son alemanes. Ergo: los nazis son civilizados. ¡Jamás cometerían tamañas monstruosidades!». Maravilloso silogismo. Y así se negaban a creer la verdad, porque ésta era demasiado horrible como para ser creída y, al mismo tiempo, conservar no ya la esperanza, sino la cordura. ¿Qué tal?… Y a vos te está pasando lo mismo, ahora y conmigo: «no puede ser cierto, no debe ser cierto», te estás diciendo. «Hay una enorme diferencia entre una oficina pública y un campo de concentración, entre Hitler y el director de una empresa estatal o el Presidente de la República»… Eso mismo te repetís ahora, mentalmente. Pero te estoy diciendo la pura verdad.

Después de una acumulación de años con idiotez pulcramente reiterada, diariamente (de lunes a viernes y de 7:00 a 15:00 o de 11:00 a 19:00) y como con papel carbónico, se te encallece el cerebro y llega una etapa en la cual aquel ser humano que fuiste antes se ha integrado al esquema general, tan perfectamente como una pieza cualquiera de esos manoseados rompecabezas infantiles, ¡apenas una pieza más!… Y, ¿sabés lo que eso significa? Que cuando te llegó ese preciso momento ya sos ni más ni menos que como cualquier otro mueble… como otro fichero, como otra silla, como otra máquina de escribir, como cualquier otro expediente soso y más o menos demorado o extraviado dentro de aquella maldita oficina. De ahí en adelante, y aunque ahora te cueste creerlo, la rutina te va a ir matando sin que repares ni en ello ni en ella porque, después de todo, la maldita dispone de todo el tiempo del mundo para ir eliminándote así, de a poquito. ¡Muerte con cuentagotas! ¡Un colapso de vida en cómodas cuotas mensuales! ¡Y pobre de vos! Hasta color y olor llegará a tener esa maldita rutina, y vos te vas a impregnar tanto con lo uno como con lo otro, hasta que estés realmente embadurnado y llegues a heder incluso peor que si estuvieras recién emergido desde el fondo apestoso de alguna letrina rebosante de todo aquello que ya sabemos. Y entonces, transcurre el tiempo —que para eso es mandado a hacer— porque, después de todo, ésa es su única y maldita tarea. Pasar y pasar y nunca detenerse, ni para pestañear. ¡El tiempo! ¡Bonita paradoja!

Y algún día perdido entre todo ese vacío terminás por descubrir, sin experimentar frente a ello ninguna clase de rebeldía y sin tener ni siquiera la más remota posibilidad de reaccionar —tan embrutecido te encontrás a esas alturas—, que toda tu vida pasó a desarrollarse a ese ritmo enfermizo y monótono que te marca (que te exige) la oficina. ¡Te das cuenta de que la oficina es como un gran disco solar indiferente y que toda tu vida es apenas el mísero satélite, uno entre tantos otros, girando como peonza idiota alrededor de su mohosa y ruin majestad! Por ese entonces vos comés, vas al baño a hacer allí lo que se te dé la gana (desde leer Selecciones hasta masturbarte, pasando por toda una gama de urgencias fisiológicas inevitables): eructás disimulada o recatadamente, marcás con apuro o con displicencia la tarjeta de entrada (todo depende de qué tan cerca estés de la hora fatal e inmisericorde de la entrada o de aquella otra, liberadora, de la escapada), mirás con o sin interés el reloj enclavado en tu muñeca, sorbés el café ya sea haciendo ruidos extraños o con sorbitos educados… O deambulás, tan inteligente o estúpidamente como te lo permitan las circunstancias, por cualquier parte (la ciudad, el país, tu casa, el prostíbulo de la Zona 12 o la iglesia dominical), siempre y cuando ello sea permitido y tolerado por el horario y exigencias de tu oficina.

¡Qué cambio maravilloso se ha producido dentro de tu cabeza! Porque algún día de ésos y apelando a un inadvertido resto de lucidez —que nunca falta—, te vas a descubrir hablando, actuando y pensando igual, o casi, un calco podríamos decir, que como lo hacen tus compañeros de diaria servidumbre. Hasta para inclinar el lomo y adular a tus superiores, del diente al labio, vas a ser igual que todos ellos, los demás, tus compañeros: «¡Que sí, señor jefe..!»… «¡Pero cómo va a ser eso, señor Gerente!»… «Sí, pues, excelentísimo señor Intendente»… «Que no, que no tenga ninguna pena, Su Señoría el Burgomaestre, que ya lueguito me voy corriendo para cumplir con su mandadito»… (Pero, no te preocupes demasiado a ese respecto: el diccionario de frases adecuadas dentro de un sistema burocrático no es muy extenso. Por el contrario: obedece fielmente, en sus marcadas limitaciones, a la aridez de las mentes y el ambiente que te rodean. Y en todo caso: cualquier idiota puede aprenderse la cantinela adecuada de memoria y en poco tiempo, como comprobarás visitando cualquier oficina pública. Además, y como si todo eso fuera poco, vas a tener a tu disposición una gran cantidad de tiempo negativo, tiempo suelto, tiempo inútil, tiempo agonizante y tiempo idiotizado (todo lo cual es como decir «tiempo burocrático») para aprenderte todo eso de memoria. (Y en la práctica, ya pasados unos pocos años, te vas a repetir todo ese repertorio hasta en sueños)… Y así hasta el aburrimiento, en todas las variantes de lo abyecto; del besamanos con reiteración y alevosía; del perfecto aceitado de espinazos para una mejor genuflexión destinada a concurso contra reloj de reverencias al superior jerárquico inmediato. ¡Algunos diletantes han llegado a denominar ese estado de espíritu con una expresión realmente gráfica: «chupamedierismo». Y volvemos, aunque te canse un poco, a las comparaciones. Los nazis también lo sabían. Y los comunistas… Todos los verdugos, en general, saben que, después de un largo período de humillaciones y torturas se llega a crear una especie de relación de dependencia entre el torturador y la víctima. A eso lo han denominado «Síndrome de Estocolmo» y tanto Goebbels como Stalin sabían lo suyo al respecto… Pero nuestros burócratas posmodernos no les van en zaga, ¿sabés? En algunas ocasiones, yo mentalizo a todo el conjunto de la burocracia y los burócratas de un país, como un inmenso, un gigantesco, un impensable e inconmensurable campo de concentración. ¿Te reís otra vez? ¿Y acaso querés saber por qué razón se llega a ser así y a hacer todas esas cosas cómicas, patéticas y bochornosas para cualquier individuo dotado con algún retazo de dignidad o raciocinio? ¡Lo vas a hacer para aferrarte a tu puesto! ¡Lo vas a hacer para seguir aferrado con uñas y dientes a tu escritorio! Por esa razón siempre vas a preferir decirle que «No» a todo, lo cual es un arte que llegarás a dominar con el tiempo y que requiere de tanto virtuosismo negro, de tal doblez, de tantísima hipocresía, de tamaña capacidad de simulación y tan enorme dosis de caradurismo… De tanta insensibilidad, también, que podría compararse, ventajosamente, con cualesquiera entre las bellas artes que se ahora te ocurra mencionar… Verás entonces que siempre, invariablemente, vas a tener todos aquellos asuntos que lleguen hasta tu escritorio «…a consideración» (lo cual sencillamente significará que tendrás aquella pobre cosa, junto con tantas otras similares, perdida u olvidada debajo de una pequeña montaña de asuntos que para vos son inútiles y dignos de olvidar)… Y casi siempre responderás a un interrogante urgente que «…su asunto ha sido elevado a consideración superior, para los efectos pertinentes”, otra frase que forma parte del diccionario y quiere decir que el asunto ya se arrojó con hastío al canasto de la basura.

Cuando llegues a ese grado de perfección en el oficio, ya habrás aprendido a expresarte como un perfecto burócrata y, lo que es todavía peor: a pensar como tal. ¡Y fijate que ése sí es un lenguaje bien especial! Nada difícil de manejar, una vez que se ha alcanzado la práctica necesaria. Nunca más vas a decir «pienso», porque es mucho más apropiado enunciar que: «…estoy asumiendo el problema, en todas sus dimensiones, con la debida consideración»… Nunca más te atreverás a vocalizar ese obsceno monosílabo, «ya», sino que vas a regalarte (y a regalar a los demás, con tu infortunada familia incluida en el paquete) frases como la que te pongo ahora por ejemplo: «…en el curso de esta misma oportunidad», las cuales llegarán a dejarte boquiabierto y emocionado, contemplándote con orgullo indisimulado en un espejo o en cualquier otra superficie que refleje la luz, para perpetuar ese preciso instante en el mejor de los recuerdos… Y entonces, ¡que muera la brevedad!, ¡que perezca la sencillez!, ¡que sea linchada la inteligencia!, en vez de decir «¡Voy», te encargarás de expresar. con un tonito engolado impostando la voz que se te ocurrirá el colmo de la adecuación y el estadio más cercano a la cúpula del sistema: «…Resulta que, en este preciso momento y en cumplimiento de las pautas enunciadas por la Dirección (mía, de éste o de aquél), me estoy dirigiendo, con la debida premura que el caso exige y amerita, en dirección a…». ¡Porque jamás la menor distancia entre dos puntos podría ser una línea recta! Cuando menos para vos y para todos tus iguales (¡colegas!, ¡casi correligionarios!)… Así que vas a ser maestro eximio en dar largas (de meses y más meses) a sencillos asuntos que podrían resolverse en apenas una o dos horas. Vas a aprender a justificar, frente al público —por regla general indignado y vociferante, ¡el colmo de la incomprensión para con vos y tus compañeritos!—, las cosas más groseras e injustificables, el latrocinio incluido, puesto que formarás parte de una cofradía, masonería o sociedad secreta, ¡La Madrecita Burocracia!, que reclama la más absoluta complicidad de todos sus afiliados. Vas a saber que es cosa sencilla eludir a la gente, oponiendo entre ellos y el expediente que les ocupa, angustia y desvela todo un laberinto de porteros uniformados, conserjes perezosos, secretarias que ofician como enlaces de otras que son secretarias de otras secretarias; asesores personales y diferentes encargados de tal o cual tarea… Porque, en resumidas cuentas, lo más importante de todo consistirá siempre en crear la suficiente confusión entre la gente, además de eludirla con premura, desesperarla con método, cansarla con premeditación, mentirle en forma reiterada (agregando, cada vez que sea posible, el escarnio a la infamia, lo cual en burocracia es similar al momento sublime en que el artista pone su firma sobre la obra maestra que algún día lo inmortalizará), y a frustrarla en todos sus asuntos relacionados con la oficina, con tu oficina…

Pero, ¡alegría! (que no alergia), vas a ser un verdadero campeón en detectar, explotar y usufructuar todas aquellas pequeñas gratificaciones que te brindará la oficina: lo serás para tomarte tu tiempo para el té o el café de las nueve de la mañana y para el té o el café de las once de la mañana… Lo serás para acomodar en el día a día esa hora entera destinada para leer los diarios en tu escritorio, en una antesala o en el mismo cuarto de baño… Lo serás para tomarte, a total discreción, las dos o tres horas imprescindibles para el almuerzo (con su correspondiente proceso digestivo, que no debe ser alterado ni disturbado bajo ningún motivo, ¡Dios guarde!). Y por supuesto además los tesitos y los cafecitos y las refacciones de la tarde, extendidos hasta muy poco antes de que el reloj marque la hora mágica, ansiosamente anhelada por todos los burócratas de este burocratizado planeta: aquella que marca la salida hacia el mundo exterior. Y estarán también, por supuesto, los feriados largos y los fines de semana con puentes que serán inventados con el menor motivo: no por vos, sino por una cúpula todavía más inepta e infame que vos mismo. Y al mismo tiempo estarán, ciertamente, todas aquellas interminables faltas reiteradas por enfermedades inexistentes o por exámenes imaginarios, o por la muerte de tus doscientos mil parientes carnales o políticos… Y, por supuesto: siempre que sea posible o viable o practicable, también tendrás bien sabida y manida la mejor manera cómo quitarle a la gente que se acerca a tu baranda, a tu mostrador, a tu escritorio, su dinero, del cual te apoderarás con «favores» que, en la vida real y en tiempo real y en el mundo real (nada de Disneylandia) serán, fría y crudamente sobornos y mordidas… Todos ellos logrados gracias a las acciones oportunas y precisas de alguna complicidad, y sempiternamente realizados (antes bien: «perpetrados») con la debida discreción y el necesario disimulo, para que de esa sinuosa manera, «…las cosas caminen más rápido y mejor»… Por aquel entonces, todo el resto de tu miserable existencia: dieciséis interminables horas diarias desde lunes hasta viernes, ¡mas veinticuatro del sábado y otras tantas del domingo!… Todas esas refrescantes y benditas horas que en alguna otra clase de galaxia te quedaban libres, ahora habrán comenzado a amoldarse, como un perfectísimo guante a la medida, a todas las exigencias impertinentes y a los impredecibles caprichos de tu miserable existencia burocrática… Y lo peor de todo será que habrán de hacerlo tan rápida y confortablemente como una hembra caliente se amoldará, dentro de la cama sudada y jaloneada de babas y semen, al cuerpo y a la intensa y tiesa virilidad de ese tipo que la hizo gemir y gritar de placer, hasta apenas cinco minutos atrás… ¿Que no? ¡Vaya que sí! ¡Miles de veces sí! Y de esa manera arribarás a un momento de tu vida en el que, igual que le sucede a la mayoría de los caballos después de ser domados a conciencia, habrás llegado a perder todo vestigio de rebeldía y cualquier clase de perspectiva que pudieras antes haber encontrado para tu puta existencia, fuera de los límites tiránicos de la maldita oficina…

¡Un instante en verdad sobrecogedor!… Pero, claro… Sobrecogedor siempre que… iPudieras darte cuenta de ello! Pero no: a esas mismas alturas estás ya demasiado embrutecido; o atontado —o como quieras decirle– para cualquier otra cosa que no sea seguir adelante, continuar jalando como buey de la carreta: con la cabeza gacha y siempre con el mismo ritmo de la siesta colonial… Arrastrando el bulto de la misma manera que todos esos orejudos jumentos que te llevan a lomos por los caminos montañosos; enfilando por algunos senderitos increíblemente estrechos a través de picachos rocosos; avanzando con paso mesurado entre precipicios de espanto y despeñaderos de vértigo. Pero, ¡of curse!, por ahí sigue avanzando el burro, con ese paso lento pero seguro… Avanza con los ojos vendados, siempre guiado por un oscuro instinto que le impide despeñarse… Y allí —en el mismo sendero— irás vos también: otra clase de acémila, ¡por supuesto, de dos patas!, avanzando con segura lentitud por los senderos tortuosos de la vida burocrática… ¡Siempre hacia delante! ¡Siempre obediente a la rutina, que a esas alturas te es más necesaria que la cocaína o la morfina para el drogadicto irredimible! Vos, burócrata… Vos, empleado público… Vos, numerito ínfimo en alguna oscura planilla presupuestal… Vos, dócil y seguro, deslizándote paso a paso por esa senda que desemboca en el cementerio de los elefantes diabéticos: un gigantesco osario con olor a putrefacción y a muerte. Y sucederá que, a esas mismas alturas, la juventud se estará retirando de tus huesos y de tu piel con unos pasos agigantados… ¡Te estás depreciando cada día más como ser humano! ¡Con cada minuto que transcurra perdés valor y vigencia en el mercado del toma y daca! ¡Y cada nuevo día vas a ser un poco menos excitante como objeto erótico para el sexo opuesto! Con cada maldito día que transcurra serás más y más un objeto de segunda mano para el mercado de trabajo… (Inclusive para esos explotadores que medran con el sudor clandestino de jubilados y otros desechos sociales). Con la inexorable llegada de cada nuevo día la ropa te irá un poco menos. Y no sólo porque se está poniendo antigua de solemnidad, ¡igualito que vos!, sino porque, además y para colmo, ganaste peso excesivo y al mismo tiempo tus neuronas se adelgazaron en forma alarmante… ¡O más sencillamente, se murieron! Pero, al mismo tiempo, tus hormonas fueron retrocediendo sin pausas hasta un exilio ignoto y odioso… ¡Tus glándulas secretan otros jugos, definitivamente! Y como si lo anterior fuese poca cosa, tu ritmo cardíaco enlenteció paulatinamente. Colmo de males: ¡estarás durmiendo cada vez menos por las noches y tus gustos habrán cambiado de maneras tan sutiles como radicales (¡Aaah, aquellos tiempos de antaño, en los cuales todo era más y mejor!)… Porque ya se te coló un inmenso cansancio por algunos rincones del cuerpo… ¡La juventud! ¡Adiós y hasta nunca a ella! Tu juventud se murió en algún lugar ignorado del camino y para colmo de males ni siquiera te enteraste. Fue algo tan natural para vos, tal como orinar distraído en los meaderos de la oficina, ¡palabreja que, extrañamente, rima con heroína!, ¡apenas un ínfimo minuto y ahí estuvo!… Pero sucede que aquélla era tu juventud, la única que alguna vez pudiste tener, y no la vas a recuperar ya nunca, por más que te duela, por más que quieras. Y de repente se te hace la luz, tan súbita e impertinente como un fogonazo gigantesco, y te das cuenta por fin, aunque todavía encandilado, que no tenés más horizonte que el de tu oficina. Y para ese entonces te vislumbrás totalmente sumergido en las mil y una mezquindades de cada día que de largo es interminable; de cada semana que de extensa parecería no tener fin. A final de cuentas, ya sos el maestro eximio de las habladurías malignas perpetradas a media voz y ensayadas en cualquier oscuro rincón de la oficina —con los ojos avizorando hacia uno y otro lado—, todas ellas dichas y reiteradas acerca de la vida y los milagros de todos y cada uno de quienes te rodean. ¡Es que vos te estás moviendo ahora como pez en el agua a través de todas esas míseras conspiraciones de opereta, urdidas en torno a «si se le mueve la silla a Mengano» o a la posibilidad de «echar un pelo en la sopa espesa e inmerecida de Perengano». Sucede que vos te convertiste en virtuoso de las idas y las venidas que conducen al acomodo; un eximio en conseguir o la mejor silla de esa oficina, o ese ascenso en tu oficina, o el escritorio mejor ubicado dentro de la bendita oficina, o la jubilación más ventajosa que pueda conseguirse dentro de los sagrados límites de la oficina. Estás muy preocupado por la jubilación anticipada y por ese retiro con medalla al mérito incluida, aunque siempre, ¡por supuesto!: después que ofrezcan en tu honor una despedida saturada con incontables pelmazos que te van a decir, con vocecillas de cuasi falsete, unos discursos decimonónicos sobrecargados con esas frases resabidas, archiconocidas, gastadísimas, tales como: «el mejor de los amigos»… «El empleado fidelísimo»”… «Aquél a quien nunca dejaremos de tener presente cada día de nuestra futura sacrificada labor»… (A ver si se los creerán sus propias y crédulas abuelitas)… Toda esa palabrería tan excesivamente hueca e insustancial que bien se la podrían guardar (o meter en el culo)… ¡Pero que te la van a zampar en tus propias narices!… Mientras vos estarás practicando frente a todos ellos la consabida sonrisa de circunstancias, porque todo es parte de la misma liturgia, ¿lo viste?, ¿ya lo captaste bien?, liturgia igualita que en las Iglesias, donde la misa o el servicio se dice siguiendo una serie de etapas y pasos escrupulosamente prefijados. Así mismo, toda tu existencia vil de empleado público desembocará alocadamente y agónicamente allí: en ese prosaico momento de la fiesta de despedida, en torno a una mesa, mientras todos andan tirándote por encima sus alegrías prefabricadas y sus risitas de circunstancias, junto con algunas bolitas de pan y, al mismo tiempo: ¡despidiéndote de la misma manera como se despide a aquellos desgraciados que parten para la guerra, sin la menor esperanza de sobrevivir!… O como a aquellos otros, ¡pobres de solemnidad!, que se van para el quirófano, también sin la más ínfima chance de salir vivos… Así será como te despidan tus compañeros… ¡Esa es la forma como te dice adiós la oficina! Y de esa misma manera es que entonces todos ellos —víctimas propiciatorias, al igual que vos mismo— te premian por haberte pasado tantos años ahí: fiel a los preceptos sagrados de la Burocracia, fiel en cada momento a las exigencias del Establishment, y también cómplice seguro (sea por acción o por omisión) de todas las infamias de tus compañeros, de tus superiores, del «Sistema» enterito, ¡completísimo!…

¡Porque así funciona todo aquello! Y quizás, recién entonces, vas a experimentar hasta en los huesos tu primer reflejo de rebeldía, porque, ¡quisieras quedarte en la oficina por siempre jamás! Vos desearías ser inmortal (además e inmoral) y seguir de largo en la oficina (que es «tu oficina», ¿lo recordás?), hasta que te sacaran de allí más tieso que un pergamino, con los pies para adelante y la nariz fría, apuntando rígidamente en dirección al techo, porque… ¡No tenés nada mejor que hacer en tu vida a esas putas alturas! Y ahí es cuando lo ves con meridiana claridad, en el preciso momento en que te están arrebatando hasta eso: ¡lo único y lo último que te quedaba en el mundo!, a cambio de una piojosa jubilación. Porque así de ingrata es ésta, la puta vida…

¿Y después de eso qué, me preguntás? Bueno, te vas a pasar el resto de tu vida encerrado como un puto hongo o como una putísima ostra, en una pieza estrecha con olor a naftalina y tufos de moho antiquísimo; uno de esos cuartos que son fríos en el invierno y calientes en el verano. Estarás destinado a comer poco y mal, porque como la jubilación es magra y, ¡encima de ello!, el sacratísimo devenir de la oficina no te dejó ni micra de tiempo para juntar tan siquiera un poco de money para tu vejez dorada (el problema con el dinero fácil de las mordidas, si les que en su momento supiste aprovecharlas, es que también se esfuma con asombrosa facilidad, sin dejar los más ínfimos rastros en tu cuenta bancaria). Entonces, lo único que te va a quedar para matar esas interminables horas de soledad y aburrimiento que te separan de la muerte, será fijar la mirada con la mismísima expresión de los zombies en la pantalla de la televisión… También podrás leer muchísimos libros prestados (la jubilación no te permitirá comprar siquiera algunos) y, en los buenos días de sol, ir directamente a sentarte en los bancos desgastados y generalmente sucios de una placita cualquiera… Y en ese preciso lugar, ¡que ahora suplantará a tu escritorio y a tu oficina!, te vas a quedar sentado bajo el sol durante largas, ¿qué digo?, interminables horas, quizás en la endeble compañía de otros jubilados iguales que vos: todos sentados en la misma banca, pero —eso sí—, también todos callados y cada cual ensimismado en sus recuerdos muy íntimos y propios. Y durante el exasperante devenir de aquellos interminables días vas a contemplar a las palomas, quienes zurearán indiferentes por todo tu alrededor. También vas a mirar a los niños (¿acaso futuros burócratas, condenados a repetir tu mismo ciclo una, y otra, y otra vez más?), todos ,los cuales hacen tantísima bulla y corren y se tropiezan, ¡tan sonrientes e ignorantes de lo que les aguarda!, a tu alrededor y en torno a todos los otros jubilados, en tanto ustedes, los viejos —todos a coro o por turno riguroso—, recuerdan y rememoran y extrañan cada cual y por turno riguroso a su propia y bienamada Oficina…

Sí. Cada cual a la suya. Y no te rías una vez más, por favor. Dejá por un momento de lado esa carcajada fácil que sólo pueden permitirse dos estadios benditos del ser humano: la juventud y la inexperiencia. Porque todo eso que te acabo de relatar… Es, simplemente, aquello que soy… Es decir: esa cosa informe en la que el tiempo y la oficina me han convertido…


(De «Réquiem de sombras y otros relatos de muerte»)