lunes, julio 02, 2007

A propósito de que «Dios los cria y ellos se juntan»...

El arte de comer pizza

Poco tiempo atrás recibí, a través de e-mail, un manifiesto masculino. Me lo envió una amiga, a la cual se lo agradecí mucho, porque me hizo reír con mandíbula batiente. Teniendo en cuenta mi retorcido sentido del humor, muy vinculado con el de personajes tales como Alfred Jarry, Salvador Dalí o Woody Allen, hay que tomar muy en cuenta que a mí no se me hace reír con cualquier cosita. Ahora, siguiendo un poco el ejemplo de tal manifiesto, haré algunas observaciones que tienen mucho que ver con la naturaleza tanto de hombres como de mujeres, las cuales son —para felicidad de los heterosexuales que vamos quedando— diametralmente opuestas.

Siempre me he referido a tales diferencias con ejemplos prácticos y de fácil comprensión. Y no encuentro una referencia mejor, para comenzar, que repetir aquello de que «Dios los cría y ellos se juntan». Tenemos muy claro que a los hombres nos suelen gustar los perros, en tanto que las mujeres acostumbran preferir los gatos. Ahora bien: toda vez que alguna mujer argumenta que «también le gustan los perritos», es regla general que se esté refiriendo a unas burdas o patéticas imitaciones, que se parecen muchísimo más a coquetos o ridículos juguetitos de peluche que a perros de verdad… A los hombres, en cambio, suelen gustarnos los perros pastores, los perros de combate, los perros de pelea… Que sean grandes, malos, con facha de asesinos y que, de ser ello posible, también masquen tabaco y lo escupan por el colmillo… Y cuando nos agradan los gatos, solemos preferir aquellos con los que no se juega: leones, tigres, panteras, jaguares o pumas. Es decir: los grandes gatos. Pero ellas, en cambio, prefieren a los felinos ínfimos, tanto o más decorativos que sus perritos de peluche. Unos gatos patéticos que, en lugar de cazar búfalos o antílopes, apenas alcanzan para cazar ratones y pajaritos asustados…

En cuanto a diferencias, bastaría sólo con ver cómo comen los unos y las otras, para comprobar lo dicho. Los hombres, al igual que los perros, primero nos babeamos encima de la comida y de inmediato devoramos a dentelladas… Las mujeres, al igual que los gatos —y los perritos de utilería—, degustan.… Lo cual, más que comer, es practicar una forma muy sutil de arte, algo así como un ballet gastronómico. Verdaderamente: presenciar de qué manera comen algunas mujeres, significa un espectáculo más bien digno de candilejas que de restaurantes… Ellas manejan los cubiertos con destreza y suavidad; seleccionan pequeños trocitos del plato; los llevan hacia la boca con segura y graciosa elegancia (¡sin derrapar sobre el mantel siquiera una molécula!)… Después, mastican lenta, despaciosamente, degustando con delicadeza y placer, como si estuvieran exclusivamente atentas a los mensajes sensoriales de cada una de sus papilas gustativas… Existe un arte tan especial en todo esto, que con cada uno de esos bocados femeninos a uno le entran ganas de prorrumpir en aplausos y aclamaciones. Todo el método descrito explica, fehacientemente, el por qué ellas serían capaces de tardarse veinte minutos en medio comer —tal vez apenas picotear— aquello que nosotros, mucho más prácticos y vehementes, podemos y acostumbramos devorar en apenas cuestión de segundos.

Obsérvese también a los gatos. Ellos, que a pesar de su pequeño tamaño son depredadores de sumo cuidado, suelen comer sus refrigerios exhibiendo unos modales exquisitos, los cuales no abandonan ni siquiera cuando están catándolos directamente desde un apestoso tacho de la basura. Viéndolos en tales menesteres, uno no puede menos que imaginárselos con el sombrero y los guantes mugrosos de Top Cat, es decir, el protagonista de «Don Gato y su pandilla». Demás está decir que mujeres y gatos comparten muchos otros comportamientos de llamativa similitud. Suelen emplear larguísimos períodos en acicalarse y lavarse primorosamente y, por citar apenas otro pequeño detalle, tanto las unas como los otros son seres de suprema complejidad psicológica.

Ahora bien. Tanto perros como hombres solemos ser unos individuos abrumadoramente sencillos. Por regla general, sólo nos ha sido dado comprender simplezas tales como que la menor distancia entre dos puntos consiste siempre en una línea recta. Los hombres somos buenos para manejar autos, para los deportes de contacto, para rastrear narcotraficantes, para ir a las guerras, para cuidar valores y residencias, y para levantar la pata ahí donde nos tiente la urgencia (y si la levantamos en algún mingitorio, somos aún mejores para olvidar que el agua fluya lo suficiente como para borrar el rastro)… Demás está decir que tamañas coincidencias con el gremio canino nos han llevado a ser excelentes camaradas, porque nos comprendemos mutuamente y estamos cómodos los unos en compañía de los otros… Todo el mundo habrá visto comer a algún hombre, y habrá visto comer a algún perro… Lo cual me exime de mayores comentarios al respecto.

Eso sí: justicia será decir que muchas veces, tanto por culpa de la férrea dictadura femenina como por imperativos de esa sociedad que nos esclaviza, los hombres tenemos que comer… No precisamente como hombres. Y tampoco como mujeres, claro, puesto que ello resulta imposible… Por lo menos para los hombres que somos eso y no cualquier otra extraña variable psicosomática. Pero he aquí que comemos… ¡De acuerdo con las reglas de las mujeres! Nunca imitándolas, porque eso ya sería una misión imposible… Pero sí con sus reglas… Que significan sentarse a la mesa (con lo entretenido que es comer parado frente al mueble de la cocina o repatingado delante del televisor, viendo deportes en la televisión…); con una servilleta sobre las piernas —me resisto a decir «falda»—, cuando es bien sabido que uno dispone del antebrazo para limpiarse el hocico; con comida servida en platos previamente calentados; con educado posicionamiento frente a cubiertos bien alineados; disponiendo de un vaso para el agua y de otro para el vino (cuando todos saben que en el estómago todo se convierte en una alegre mezcolanza, indiferenciada); teniendo a disposición unos cubiertos para la carne y otros para el pescado (eso sí que parece una joyita del humor negro)… ¡Etcétera! He ahí montada la tragedia, una verdadera tortura china… Y he ahí, también, la represión violenta de nuestra naturaleza masculina, de nuestros instintos atávicos. Algún día, cuando esté comiendo de esa manera en algún restaurante, haré que me filmen o fotografíen, sólo para comprobar si las fotos o la filmación resultantes habrán de provocarme, una vez que esté contemplándolas, reír como un poseso o gimotear como un gusano.

Existen, por tanto, algunas comidas que son de mujeres y otras que son para hombres. ¿Comidas de mujeres? Bueno, incontables. Vayan nomás a un restaurante «de reconocido prestigio» o de «sofisticado buen gusto» y recorran el menú: verán el Stroganoff por acá; captarán la Villeroy por allá; se asombrarán ante las lengüitas de codorniz embebidas en salsa purpúrea de la guerra de Crimea… Se quedarán patitiesos frente a la cremita de orillas de pétalos de orquídea, aderezada con suspiros de ambrosía… En fin, ¿para qué cansarles con una morosa descripción que excedería, con amplitud, los límites materiales de una guía telefónica? En cambio, existen comidas que son propias de hombres, tales como el asado criollo; como las viejas y deportivas empanadas… ¡Y como la pizza! ¡Oh…! ¡La pizza! ¡Manjar de los dioses! Esta última es una de las comidas más masculinas que conozco y sólo puede comerse, debidamente, como solamente nosotros podemos y sabemos hacerlo. Es decir, de acuerdo con un rito muy particular que sólo los que somos iniciados —hombres— conocemos y practicamos con virtuosismo.

A estas alturas, alguien seguramente se preguntará, ¿y cómo debería comerse una pizza? Bueno, en primer término deberíamos trocar verbos, puesto que en buena ley, una pizza no se «come» ni menos aún «se degusta» o «se paladea». Antes bien, tal manjar del Olimpo deberá «engullirse», «fagocitarse» o cuando menos «devorarse». Ahora bien: para ilustración de mis escasos pero fieles lectores, trataré de dar una descripción aproximada de esta refinada liturgia. Como primera providencia, deberá tratarse de una pizza de aquéllas, ¡verdaderamente grandes! (extra large)… De ésas que vienen «con todo» (cuanto sea posible imaginar, cuando menos) y que, encima de ello, ostente una irresistible cobertura de triple queso mozzarella… Toda pizza que se precie de serlo deberá humear en el momento previo al festín, exhalando sus atormentadores aromas y efluvios por cuadras a la redonda, en tanto que el bellísimo queso mozzarella deberá chorrear con generosidad pantagruélica, derritiéndose en espesas oleadas de colesterol, hasta desbordarse por los costados (de la pizza, claro)… Tal manjar habrá presentarse, invariablemente, acompañado por un par de botellas —cuando menos— de buen vino tinto, pero no de cualquier clase, sino de aquéllos que, cuando se derraman algunas gotas sobre un piso de baldosa, en lugar de manchas violáceas suelen dejar ominosos agujeros humeantes, extrañamente similares con cráteres lunares recién impactados por un meteorito… Tal vino habrá de servirse en vasos de verdad, es decir: aquellos grandotes y de cristal grueso, los cuáles tendrán que llenarse hasta rebosar… Y sólo después de ese complicado ritual de preparación… ¡A comer se habrá dicho!

La primera condición exigible en el momento de pasar al rito sagrado, será tener los ojos inyectados en sangre, digamos: tal cual solía exhibirlos Christopher Lee cuando personificaba al conde Drácula en las recordadas películas de la Hammer Films. La segunda, habrá de consistir en la emisión de unos gruñidos guturales y salvajes, que expresarán en sus ríspidos acordes un puro éxtasis mesozoico. La tercera, comenzar a devorar ese manjar de los dioses —más que nada, del viejo y divertido Dionisos— utilizando las manos, convertidas para tal efecto en garras convulsas, y agregando al repertorio, sin perder instante, unas feroces dentelladas, como las que más de alguno habrá podido apreciar en las entrañables películas del hombre lobo (por supuesto, está permitido babearse al estilo de aquella encantadora criatura extraterrestre de la serie «Alien»). La cuarta condición, imprescindible e irrenunciable, consistirá en que mientras se esté devorando la pizza con entrecortados rugidos de éxtasis, la mozzarella deberá chorrear, ¡abundantemente!, por el hocico de quien tan diligentemente devore o degluta o fagocite. La quinta, tendría que ser intercalar los pedazos enteros de pizza —cada uno de los cuales deberá ser devorado con una única y magistral dentellada, sin que importe mayor cosa el tamaño— con vasos enteros del vino que ya sabemos, con el cual se harán unas gárgaras tan ruidosas como festivas, antes de dejarlo bajar en torrente azufroso hacia la cavidad estomacal… Personalmente, aconsejo que si en tales momentos de éxtasis supremo, uno (el fagocitador) observa que alguien más se acerca hacia su sector de la pizza, deberá gruñirle amenazadoramente, mostrando toda la dentadura y dándole así a entender que un acercamiento mayor podría desencadenar un hecho de sangre… (Es por eso que la manera más recomendable de comer pizza es en soledad, de forma tal que tales gruñidos estén exclusivamente destinados a esas psicodélicas alucinaciones que, en algún momento del condumio, seguramente habrá de provocar la ingesta inmoderada del vino susodicho).

Después que uno haya rebañado hasta la última migaja y haya sorbido con rugidos de satisfacción hasta las últimas gotas del vino —derramado— que todavía no hayan alcanzado a perforar el piso, los puristas aconsejan echarse a descansar en un camastro, al igual que hacen las boas después de una ingesta, y dormirse alegremente entre ronquidos, gruñidos, pataleos convulsos y algún que otro manotazo espasmódico al aire, que tanto pudiera estar destinado a atrapar alguna pizza voladora como a espantar las persistentes imágenes del delirium tremens que de buen seguro habrá sobrevenido.