martes, julio 03, 2007

Algunas acotaciones y corolarios, inspirados en los Principios de Devereaux


Pocos días atrás, se publicó en «La Opinión» (www.opinion.com) un artículo de Louis Devereaux titulado «Algunos principios prácticos del gobierno». En la práctica, debería haberse titulado «Principios de Devereaux» y, renglón seguido, haberse publicado en forma de libro junto con algunos de los pensamientos más agudos incluidos en dos obras por las cuales siento profundo aprecio y enorme respeto: «El Principio de Peter», de Laurence J. Peter y «Ley de Murphy y otras razones porque las cosas salen mal», de Robert Bloch.

Pocos días atrás, se publicó en «La Opinión» (www.opinion.com) un artículo de Louis Devereaux titulado «Algunos principios prácticos del gobierno». En la práctica, debería haberse titulado «Principios de Devereaux» y, renglón seguido, haberse publicado en forma de libro junto con algunos de los pensamientos más agudos incluidos en dos obras por las cuales siento profundo aprecio y enorme respeto: «El Principio de Peter», de Laurence J. Peter y «Ley de Murphy y otras razones porque las cosas salen mal», de Robert Bloch.

Equivocadamente, quienes hayan leído los dos libros que acabo de mencionar habrán de recordarlos, por regla general, como un par de textos tan festivos como hilarantes y por completo disfrutables… Pero muy poco más. Y es una lástima que así sea pues ello demuestra que la gente, en su mayor parte, se guía por las apariencias y deja de lado las realidades, en la mayoría de los casos no por estupidez, sino por comodidad. Quien recuerde «El Principio de Peter» y «La Ley de Murphy» como poco más que un par de alegres y divertidos libritos, podría estar evidenciando algunos defectos en verdad preocupantes. Podría, por ejemplo, adolecer de una indeseable y muy posiblemente extensa laguna en aquella región del cerebro que suele albergar el pensamiento lógico y los motores del raciocinio… Podría, también, sufrir peligrosos desniveles en cuanto tiene que ver con su capacidad para ejercer el poder de concentración… Podría, de repente, padecer de una irreversible pasión por los contenidos intelectuales livianos o artificiales… Y también es posible que pudiera, por supuesto, ser víctima de una carencia tan devastadora que en magnitud sobrepasara a todas las anteriores reunidas: ese pavoroso y absoluto desinterés por lo verdaderamente importante o lo realmente trascendente, un mal endémico que caracteriza, en buena medida, el devenir traumático del hombre posmoderno.

Por regla general, suelo recomendar «El Principio de Peter» a todos aquellos a quienes veo empeñados en la difícil tarea de dirigir hombres. Cuando estoy diciendo esto, cualquiera podría pensar en políticos y gobernantes, ya lo sé… Pero resulta que los nuestros son tan estúpidos, engreídos y engolados —más que políticos, parecerían creerse a sí mismos verdaderos dioses del Olimpo— que resultan en absoluto impermeables, no sólo a los consejos sanos sino también ante los libros o textos inteligentes… Y es por esa precisa razón que, cada vez que vivimos de lleno el carnaval de las elecciones, este país se llena de mediocres personajes extranjeros que llegan, con bombos y platillos, para «asesorar» a nuestros autoproclamados «genios políticos»… En la práctica, dudo que tanto asesores como asesorados sean siquiera capaces de parquear, correctamente, sus propios traseros en algún inodoro, utilizando no sólo un manual con instrucciones sino, además, el auxilio de una falange de edecanes y alcahuetes profesionales. En realidad, cuando me refiero a «personas empeñadas en la tarea de dirigir gente», estoy señalando a los únicos con la capacidad, el talento, las agallas y la iniciativa suficientes como para ello: los empresarios y altos ejecutivos de la iniciativa privada.

Resulta fuera de dudas que todos los empresarios y todos aquellos que desempeñan serias responsabilidades en el ámbito de la empresa privada deberían no sólo leer «El Principio de Peter» sino, aún más que ello: deberían mantenerlo como libro de cabecera, muy cerca de La Biblia. Y tal ser porque «El Principio de Peter» es uno de los libros que han sido escritos con mayor profundidad y sabiduría en las últimas décadas, partiendo de la sabia conclusión siguiente: «En cualquier organización, todos tienden a ascender hasta alcanzar su nivel de incompetencia». A este principio fundamental, el doctor Laurence J. Peter añadía un corolario digno también de tener en cuenta: «Con el tiempo, todo puesto tiende a ser ocupado por un empleado que es incompetente para desempeñar sus obligaciones». Y ahora he de añadir, por mi cuenta y riesgo que, quien imagine la iniciativa privada como un terreno completamente desbrozado y maravillosamente libre de los matorrales y yerbajos de la incompetencia, la desgana, la ineficiencia, la holgazanería y el cretinismo, estará terriblemente equivocado. Porque los incompetentes y los idiotas no estarán nunca encerrados, exclusivamente, entre los muros vetustos y resbalosos de la actividad pública. Antes bien: ellos pululan en abigarrados cardúmenes por el resto del mundo y se desparraman sin cesar sobre las empresas privadas. Si pudiésemos realizar en un solo lugar la hipotética reunión de todas las empresas privadas de un país y las exhortásemos, diciendo: «aquella que esté libre de idiotas e incapaces, que tire la primera piedra»… De buen seguro casi ninguna se atrevería a hacerlo. Bueno: es muy posible que algunas lo hicieran, seguramente infiltradas hasta la misma cúpula por los antedichos especimenes, aunque ellas serían, precisamente, aquella excepción que confirma cualquier regla. Es decir: empresas manejadas por reverendos, irredimibles e irreversibles idiotas, o por un grupejo compacto de tales.


El doctor Laurence J. Peter no sólo publicó «El Principio de Peter». Como secuelas, también escribió «Los Personajes de Peter», «El Plan de Peter», «Por qué las cosas salen mal» y «La Pirámide de Peter»… Todos ellos libros excelentes, que han girado sobre un mismo tema: el de la incompetencia vista como un mal primordial para las sociedades modernas. En cuanto a «Ley de Murphy y otras razones porque las cosas salen mal», de Robert Bloch, sólo puede decirse que, al igual que los antes mencionados, no tiene desperdicio y debe leerse con suma atención desde la primera hasta la última página, comenzando, lógicamente, por la tan célebre Ley de Murphy, que dice: «Si algo puede fallar, fallará». En realidad, «Ley de Murphy…» es un libro bastante más amplio e impersonal que los varios escritos por el doctor Laurence J. Peter. En éstos, siempre se encuentra desde las primeras páginas a un protagonista principal, el incompetente, personaje que estará debidamente acompañado y complementado por morosas descripciones de todos los males y perjuicios que pueden causar la incompetencia —vista como una forma de retorcida religión posmoderna— y sus devotos e incontables acólitos: los incompetentes. Pero el libro de Bloch es, por su parte, una excelente actualización de aquella ríspida filosofía del pesimismo que llevó a Voltaire a escribir y publicar su «Cándido». En el libro de Bloch, los protagonistas principales son la fatalidad, los senderos retorcidos del destino, los recodos recónditos de la mala suerte y, por supuesto: aunque sea como personaje secundario y ubicado casi siempre tras bambalinas… ¡Una buena ayudita de nuestro infaltable «personaje inolvidable» posmoderno: el imbécil.

Permítanme, a renglón seguido, recordar los que desde ahora he bautizado como «Los ocho Principios de Devereaux», a los cuales me permitiré agregar algunos corolarios, reflexiones, axiomas y acotaciones de mi cosecha. Veamos entonces:

(1) Principio de Devereaux sobre la Insaciable Apetencia: «Ninguna cantidad de recursos, por muy grande que sea, será suficiente para el gobierno». Una consecuencia inmediata de este principio es que el gobierno tiende a aumentar los impuestos, la deuda pública, o la fabricación de dinero. Con el fin de justificar su gasto creciente, el gobierno inventa los más nobles propósitos. Inventa, por ejemplo, que su propósito es ocuparse de los pobres, y trata de convencer a los ciudadanos de que, sin su piadosa intervención, jamás puede ser eliminada la pobreza.

Teorema de Pintos aplicado al Principio de Devereaux acerca de la Insaciable Apetencia: «Si es Gobierno, por fuerza habrá de ser insaciable. En consecuencia: ninguna cantidad de dinero, por desmesurada que ella fuere, habrá de alcanzar para calmar su apetito sin fin. Muy por el contrario: cuanta mayor cantidad de dinero pueda recibir un Gobierno, su voracidad aumentará en una progresión geométrica».

Corolario al Teorema de Pintos aplicado al Principio de Devereaux acerca de la Insaciable Apetencia: «La voracidad de cualquier Gobierno por el dinero de los contribuyentes —y de quien sea que se preste— siempre correrá varios años luz por delante de cualquier cantidad de dinero que aquél (Gobierno) pudiese llegar a recibir».


(2) Principio de Devereaux sobre la Confusión Beneficiosa: «El gobierno es equivalente al Estado. El Estado es toda la comunidad jurídica. Esta comunidad incluye a gobernados y gobernantes. El gobierno, por consiguiente, es parte del Estado. Sin embargo, el gobierno intenta parecer que es el Estado mismo. Entonces, por ejemplo, el gobierno pretende que expandir el gobierno es equivalente a expandir el Estado y que, contrariamente, reducir el gobierno es equivalente a reducir el Estado».

Percepción de Pintos acerca del Principio de Devereaux sobre la Confusión Beneficiosa: «Sí, muy cierto».

Corolario de Pintos acerca del Principio de Devereaux sobre la Confusión Beneficiosa: «El Gobierno siempre mantendrá una tendencia enfermiza a la expansión. Pero, cada vez que se expanda, lo hará contratando una numerosa partida adicional de idiotas, ineptos, incompetentes y mitómanos».

Segundo Corolario de Pintos acerca del Principio de Devereaux sobre la Confusión Beneficiosa: «Cuanto más idiota, inepto, incompetente o mitómano sea un individuo recién contratado, mayores posibilidades tendrá de ascender con celeridad en la escala jerárquica de un Gobierno».

Axioma de Pintos acerca del Principio de Devereaux sobre la Confusión Beneficiosa: «Toda vez que el Gobierno entre en uno de sus habituales “períodos de expansión”, se pondrá a la tarea de inventar un montón de cargos, extemporáneos pero muy bien remunerados, para que otras tantas prostitutas —de preferencia extranjeras— los ocupen con la alegría y jolgorio que tales circunstancias ameriten».


(3) Principio de Devereaux sobre la Complicación Eficiente: «Cuando el gobierno se ocupa de un problema, se convierte en parte del problema». Hay multitud de casos que demuestran la contundente eficacia de este principio. Por ejemplo, el gobierno que se ocupa de resolver problemas de transporte urbano o extra urbano, demuestra ser extraordinariamente eficiente para convertirse en parte de esos problemas. Esta eficiencia alcanza su grado máximo cuando el gobierno imposibilita la solución de los problemas.

Declaración de Pintos sobre el Principio de Devereaux de la Complicación Eficiente: «Todo Gobierno termina por convertirse, más temprano que tarde, en el problema número uno para el país que tiene la desdicha de sostenerlo y soportarlo».

Comprobación de Pintos sobre el Principio de Devereaux de la Complicación Eficiente: «Todo Gobierno exhibirá, en tiempo completo, la morbosa compulsión de multiplicar aquellas presuntas soluciones a las cuales él pueda de inmediato transformar en problemas monstruosos e irresolubles, pues ello a su vez le permitirá generar nuevas “soluciones”, que una vez más transformará en problemas descomunales… Etcétera, etcétera».


(4) Principio de Devereaux sobre el Trepamiento Glorioso: «Las instituciones tienden a adquirir una categoría superior». Las instituciones gubernamentales, como los seres humanos, no se conforman con permanecer en un mismo estado, sino que tienden a mejorar. Por ejemplo, una Dirección de Cultura y Bellas Artes tiende a convertirse en un Ministerio de Cultura y Deportes. Evidentemente, es mejor ser un espléndido ministro que ser un modesto director general. El principio del trepamiento glorioso incrementa la eficacia del principio de la complicación eficiente.

Primer Teorema de Pintos sobre el Principio de Devereaux del Trepamiento Glorioso: «Cuanto más glorioso sea el acto de trepar, más miserables y detestables habrán de ser, tanto los implicados como los resultados».

Segundo Teorema segundo de Pintos sobre el Principio de Devereaux del Trepamiento Glorioso: «Todo Glorioso Trepamiento, efectuado en cualquier área dentro del Gobierno que fuere, conducirá forzosa e inexorablemente, por la vía más rápida y directa, hasta las entrañas mismas del infierno».

Tercer Teorema segundo de Pintos sobre el Principio de Devereaux del Trepamiento Glorioso: «Existe una única e ineludible condición previa para llevar a cabo un perfecto Trepamiento Glorioso: aprender a reptar».


(5) Principio de Devereaux sobre la Utilidad Sustituida: «Las instituciones gubernamentales tienden a persistir, no porque son útiles para el Estado, sino porque se vuelven útiles para los burócratas». Este principio permite predecir, por ejemplo, que si, con motivo de una catástrofe nacional provocada por un sismo, se crea un comité gubernamental para reconstruir la nación, este comité tenderá a persistir, aún cuando ya no haya el más leve rastro de la catástrofe, y aún cuando realmente no haya habido catástrofe alguna. Una institución semejante tenderá a persistir porque es útil para la burocracia que surgió, se sindicalizó y se expandió con motivo de la creación del comité.

Corolario de Pintos al Principio de Devereaux sobre la Utilidad Sustituida: «Nadie debería preocuparse o desvelarse si la catástrofe no existiere. Con la premura que tales casos ameritan, el Gobierno ya se encargará de inventarla e instituirla».

Acotación al Corolario de Pintos al Principio de Devereaux sobre la Utilidad Sustituida: «En la práctica, la cualidad más resaltable de cualquier Gobierno consistirá en: 1º) inventar la catástrofe; 2º) hacer de la catástrofe una flamante realidad que supere las más pesimistas previsiones; 3º) trabajar con la premura y denuedo que el asunto amerite para empeorar la catástrofe en todo cuanto fuere posible; 4º) hacer que los ciudadanos paguen, hasta el exceso y más allá todavía, por los daños y la conmoción social que provocó la catástrofe; 5º) lloriquear, copiosa y visiblemente, acerca del carácter, tanto “inevitable” como “trágico” que revistió la catástrofe; 6º) rechinar dientes, cubrirse con ceniza, rasgarse las vestiduras en tanto se echan las culpas de la catástrofe sobre Dios y medio mundo, menos sobre sí mismo; 7º) planificar, de manera cuidadosa y diligente, la generación de nuevas y originales catástrofes; 8º) etcétera, etcétera, archívese…».


(6) Principio de Devereaux sobre la Mediocridad Conveniente. «Ningún empleado puede ser más competente que el jefe». El jefe, con el fin de conservar su jefatura, tratará de evitar que haya alguien más competente que él. Este principio permite predecir que los colaboradores del jefe de una institución gubernamental serán tan incompetentes como sea necesario para que no peligre el tranquilo ejercicio de la jefatura. Este principio también permite predecir que, si alguien es más competente que el jefe, pero desea conservar su trabajo, tendrá que simular que es un imbécil.

Constante de Pintos al Principio de Devereaux sobre la Mediocridad Conveniente: «Si es estúpido, semi-analfabeto, prepotente, mal entrazado y tozudo, de seguro podrá convertirse en el jefe perfecto para cualquier oficina del Gobierno».

Declaración de Pintos acerca del Principio de Devereaux sobre la Mediocridad Conveniente: «El mediocre es, para el Gobierno, lo que la maternidad es para la mujer».

Axioma de Pintos acerca del Principio de Devereaux sobre la Mediocridad Conveniente: «Sería terriblemente exagerado afirmar que los funcionarios y mandos superiores o medios de un Gobierno pudieran ser “personajes kafkianos”. En realidad, hasta la imaginación de Kafka tenía sus límites…».


(7) Principio de Devereaux sobre el Trabajo Secreto. «El valor del trabajo de un servidor público depende del cumplimiento de su horario de trabajo». El trabajo que el servidor público ejecuta desde la hora de ingreso a su oficina hasta la hora de egreso es importantísimo para el bien común. Por esta razón, nadie debe enterarse de la naturaleza del trabajo ejecutado. Tiene que ser un trabajo secreto; y debido a que es secreto, el trabajo sólo puede ser valorado por el cumplimiento o no cumplimiento del horario.

Reflexión de Pintos acerca del Principio de Devereaux sobre el Trabajo Secreto: «Al igual que la mayonesa es un aderezo ideal para sazonar y presentar en el almuerzo las sobras del día anterior, el secreto aplicado a la función pública es la mejor cobertura que se pueda imaginar para encubrir y camuflar la inacción, la incompetencia y la suprema holgazanería».

Acotación a la Reflexión de Pintos acerca del Principio de Devereaux sobre el Trabajo Secreto: «El secreto ha llegado a ser tan profundo que nadie sabe ni sabrá, a ciencia cierta, a dónde han ido o irán a parar, año tras año, los miles de millones que recibe el Erario del bolsillo de los contribuyentes».


(8) Principio de Devereaux sobre el Ocio Obligadamente Remunerado. «El aumento salarial de los servidores públicos depende, no de una mayor productividad laboral, sino de su poder para exigir el aumento salarial». Este principio es particularmente importante, porque permite predecir que los servidores públicos intentarán aumentar, no su productividad, sino su poder de exigir un aumento salarial. En consecuencia, el derecho a la sindicalización y el derecho a la huelga serán los derechos más humanos de los servidores públicos.

Proposición de Pintos inspirada en el Principio de Devereaux sobre el Ocio Obligadamente Remunerado: «A fin de cuentas… ¿Qué tal si los mandamos a todos al carajo, de una buena vez por todas?».

Esperanza de Pintos inspirada en el Principio de Devereaux sobre el Ocio Obligadamente Remunerado: «Si los cazadores fueron capaces de exterminar, rápidamente, toda la población de bisontes en Estados Unidos… ¿Qué tal si ahora se hiciera una prueba, aquí y ahora, con los empleados públicos?».


(9) Reflexiones globales de Pintos inspiradas por los ocho Principios de Devereaux:

Primera Reflexión de Pintos inspirada por los ocho Principios de Devereaux: «¿Cuál es la función fundamental de un Gobierno?: 1º) hacer que las cosas no funcionen; 2º) si por casualidad las cosas llegasen a funcionar, conseguir que funcionen todo lo mal que fuere posible; 3º) una vez que las cosas estén funcionando mal, aplicar los mecanismos más ingeniosos para que funcionen todavía peor».

Segunda Reflexión de Pintos inspirada por los ocho Principios de Devereaux: «La principal función de cualquier Gobierno que se precie de tal consistirá en evitar, muy diligentemente, que una nutrida falange de incapaces, cretinos, amorales, mediocres, imbéciles, ignorantes, inmorales, oportunistas y tullidos intelectuales termine por morir de inanición».

Tercera Reflexión de Pintos inspirada por los ocho Principios de Devereaux: «El Gobierno se auto considerará cada día mejor, toda vez que pueda incorporar al Presupuestos de Gastos de la Nación el mayor número posible de incapaces, cretinos, mediocres, imbéciles, ignorantes, ladronzuelos y oportunistas».


Visto todo lo anterior, quisiera exhortar, tanto a los columnistas como a los habituales lectores de «La Opinión» a que contribuyan a enriquecer los Principios de Devereaux con sus acotaciones, trátese de leyes, corolarios, revisiones cuantitativas, comentarios, teoremas, reglas de oro, axiomas, postulados, principios, observaciones, preceptos… O lo que mejor consideren agregar. La Humanidad habrá de agradecerles tal esfuerzo. En cuanto a esa sagrada dualidad de la perdición, Burocracia y Gobierno… Dudo que lo agradezcan. Y por ahora basta, pero quiero dejarlos con una última reflexión sobre tales asuntos.


Declaración de Lord Halifax citada a manera de Corolario para los ocho Principios de Devereaux (y las sucesivas acotaciones de Pintos): «El mejor de los Gobiernos nunca será otra cosa que una enorme conspiración contra el resto de los habitantes del país».

(Hombrecitos grises secuestran periodista)… (¡Ejem!)…




Los alienígenas siguen haciendo de las suyas, si bien, acerca de eso, el Gobierno no dice ni «esta boca es mía». El pasado viernes 23 de marzo, tras dos días de misteriosa desaparición, el comunicador social Fernando Pintos volvió por fin a su casa. Visiblemente desgreñado, también descamisado y exhibiendo evidentes señas de maltrato (entre las cuales se contabilizaban varios mordiscos en el cuello, manchas de lápiz labial por todas partes y un insoportable hedor a perfume barato), relató a su atribulada novia que había sido secuestrado por unos horrendos alienígenas, quienes se lo habían llevado a una extraña nave espacial y lo mantuvieron allí cautivo, mientras lo sometían a minuciosos y a veces también injuriosos exámenes físicos, durante 48 horas completas. También relató que había aprovechado para escapar cuando los alienígenas se descuidaron debido a que estaban protagonizando un confuso incidente con el motorista que pretendía entregarles un pedido de Pollo Campero con la factura equivocada. Explicó, además, que tras vagar durante horas interminables a través de barrancos habitados por duendecillos, selvas infestadas por tiburones y un lugar exótico muy parecido al parque temático de Xetulul, unos bondadosos esquimales se habían apiadado de sus tribulaciones y le pagaron el pasaje en un helicóptero, a bordo del cual pudo arribar horas después a Guatemala. A continuación, el desdichado periodista se declaró víctima de intenso surmenage y se negó a dar declaraciones hasta las siguientes navidades o cualquier otra festividad que se les pareciera.

Para corroborar aquella versión, la novia de Pintos llamó entonces por teléfono al socio de la víctima, el cual, visiblemente turbado, sólo pudo contestar con carraspeos, toses y monosílabos entrecortados, todo lo cual lo atribuiría (después) «al pésimo servicio de la compañía telefónica». E inmediatamente informó que «…algo se estaba quemando en la estufa», y cortó abruptamente la comunicación. Después de aquello, el referido socio, de nombre Luis Moreno (pero más conocido por el alias de «Luis Moreno»), no volvió a ser visto y dos días después, Pintos informó a su escéptica novia que había sido secuestrado —el socio, no él— por «otros alienígenas», y que éstos se habían comunicado con él —con Pintos, no con el socio— para exigir un rescate que aparentemente consistía en tres mil dólares, dos pasajes de ida y vuelta a Cancún y una lata con champurradas de Pan Europa, pero que, habiéndole parecido esta última exigencia un poco exagerada, se había negado rotundamente a pagar.

Estos dramáticos acontecimientos demuestran a las claras que no estamos solos en este planeta. Desde entonces, Pintos no ha sido secuestrado nuevamente, pero ha debido pasar fines de semana enteros en terapia intensiva con afamados psicoanalistas y ufólogos, de los cuales se ha negado a proporcionar nombres, «…para que no se enteren los alienígenas y vayan a estropearlo todo secuestrándolos». Aquellos analistas y ufólogos, en su afán científico por conseguir la verdad, han dejado varias veces al desdichado Pintos igual o peor que si llegara directo desde un nuevo secuestro, esto es: desgreñado, arañado, descamisado, mordido, cundido con rastros de pintura de labios (francamente chillona, para decir verdad), ¡y todavía con mucho más perfume barato!

En fin, ¡he ahí el complicado camino de la ciencia! En cuanto al socio, retornó ileso de su propio secuestro, pero cada vez que la novia de Pintos o su propia esposa han pretendido sonsacarle al respecto, experimenta extraños ataques de tartamudez y desaparece durante un par de semanas, fenómeno que los científicos no han podido explicar todavía satisfactoriamente. Como no podía ser de otra forma, los cínicos y escépticos de siempre han opinado que todo lo anterior es tan sólo «una vil farsa, montada por un par de individuos que carecen tanto de vergüenza como de escrúpulos». ¡Hombres de poca fe! ¡Tan ciegos, que no distinguirían un elefante ni a cinco metros de sus propias narices! (No las del elefante)… En cuanto a usted, lector, si tras deambular una noche de aquéllas que bien sabemos por la Zona 4 o la Zona 9 o la Zona Viva, fuera también víctima de hombrecillos grises, platos voladores o luces extrañas, denúncielo con presteza a las autoridades competentes (Si aquéllas resultaran, como es de costumbre, absolutamente incompetentes, denúncielo igual). Con todas estas sólidas evidencias, el mundo conocerá, ¡finalmente!, la verdad sobre el fenómeno OVNI.

La enfermedad senil del izquierdismo


Toda idea, toda tendencia, toda teoría, sufre un proceso vital muy parecido al que experimentan los simples organismos vivos de cualquier especie. En una palabra, nacen, crecen, se reproducen —a veces—, y luego comienzan un período de decadencia más o menos prolongado, que conduce o lo muerte.

El camaradita Lenín solía decir que el izquierdismo era «la enfermedad infantil del comunismo», sin tener en cuenta que ya desde las primeras décadas del siglo XX su propia ideología comenzaba a adolecer de una decrepítud extremada que la llevaría, en consecuencia, por senderos radicalmente ubicados a contramano de la historia.

En efecto, el comunismo pudo imponerse gracias a la presencia de una coyuntura muy especial y además lo hizo en un país también muy singular, y lo consiguió contando con la acción coordinada de una minoría implacable, cínica, violenta e inescrupulosa; decidida a cualquier extremo para dominar los resortes del poder.

Pero todo esto contradecía, en esencia, las predicciones de aquellos dos buenos y gordos burgueses, Carlos Marx y Federico Engels… Pero, ¿por qué?

Los profetas del comunismo habían predicho que éste llegaría al poder a través de un proceso natural e irreversible, cuando las sociedades burguesas se pudriesen y cayeran —en consecuencia—, como frutas maduras. Se suponía, entonces, una especie de inercia histórica invencible: un procesa irreversible, contra el cual nadie podría luchar... Pero sin embargo, en 1917 y en plena guerra mundial, las potencias capitalistas de Europa, a pesar de la matanza experimentada, gozaban de una salud de acero, y el bolchevismo se hizo con el poder en la Rusia de los zares, a través de una especie de un maquiavélico y complicado proceso, más parecido a un vodevil o alguna especie de parto con fórceps que a otra cosa... Y en nada parecido a ese glorioso alumbramiento espontáneo y natural que los papagayos del marxismo esperaban recibir, desde el mismísimo útero de la historia moderna. Aquélla fue, entonces, la primera contradicción.

El segundo baldazo de agua helada para las teorías comunistas (baldazo del tamaño del Mar Ártico, más o menos), estribó ya no en cuestión de tiempo, sino de espacio. Durante décadas se había perorado —con esa pegajosa persistencia que tan sólo caracteriza a papagayos y comunistas— con respecto a que la revolución tenía un sólo ámbito lógico: los países altamente industrializados de Occidente, donde se concentraban enormes masas de obreros proletarios en torno a las grandes urbes. Tradicionalmente, coda primero de mayo (casualmente, esta fecha tan cara al comunismo coincide con la Noche de Walpurgis —30 de abril—, fecha pagana donde, según la tradición, se desencadenaban todas la fuerzas del mal y los brujos y servidores del diablo festejaban a su amo), estos decrépitos ideológicos se prometían, para la festividad siguiente, el acceso al poder en los grandes emporios capitalistas del planeta: Francia, Inglaterra, Alemania, Estados Unidos... Aquéllos eran los países indicados por los profetas para el desarrollo de la gran revolución fatal e irreversible... Pero, entonces, ¿cómo fue a suceder la tragedia de 1917 en Rusia, un país esencialmente campesino? ¿Dónde se había quedado el determinismo histórico? ¿Acaso Marx no detestaba y despreciaba a aquel helado y lejano país eslavo? Pues claro que sí. Al comodón sempiterno que nunca llevó a cabo tan siquiera una hora de trabajo manual en su vida, y que pasó años preparando revoluciones cómodamente apoltronado en la biblioteca del Museo Británico (fue corresponsal de guerra, escribiendo sobre lo lucha librada en Crimea sin salir de Londres, y publicando sus artículos en el diario «New York Tribune», a razón de cinco dólares por entrega); al archi-burgués oportunista y avivado, que jamás puso ninguno de sus dos hombros para llenarse la abultada panza (eso sí, se dedicó sistemáticamente o explotar la generosidad del desprevenido de Engels, un año tras otro y haciendo en ello caso omiso de sus propias teorías); a este individuo amargado y lleno de frustraciones quemantes, en ningún momento le pasó por la mente la posibilidad de una revolución marxista en un país campesino. Y menos que ninguno en la Rusia Zarista, emporio dilecto de la reacción europea. Pero la cuerda floja de la historia osciló precisa y fatalmente, durante unos minutos decisivos, sobre la desdichada tierra rusa... Y el comunismo triunfó, entonces... Allí, en el único lugar donde podía hacerlo. Esto es: completamente fuera de lugar y más que nada por absoluto azar. Aquella fue la segunda gran contradicción.


La contradicción sistemática

Otra premisa fundamental del comunismo era la siguiente:
llegado el preciso momento, los obreros oprimidos se levantarían simultáneamente, en armas, en todos los países del mundo industrializado y así, juntos, aplastarían o la bestia capitalista. Sin embargo, en la práctica esto no sucedió. Resultó que los obreros necesitaban demasiados estímulos para levantarse en armas. Por lo general, una mejora en las condiciones de trabajo y un alza en el status de los trabajadores de Europa occidental, más la modernización de las industrias y la increíble vigorización del capitalismo, transformaron aquellas previsiones marxistas en meras utopías. Las revoluciones debieron quedar libradas, entonces, a la acción coordinado de minorías integradas por intelectuales y revolucionarios profesionales, Estos grupos, perdida lo posibilidad de una revolución total, debieron especializarse en la toma del poder o través de la paralización del Estado, producida por una sabia concatenación de golpes dirigidos no sólo contra los centros visibles del poder (palacios de gobierno, parlamentos, ministerios); sino también —y principalmente—, contra centros neurálgicos de la sociedad: correos, ferrocarriles, centros de comunicación. Así vemos pues, la tercero contradicción.

Pero se podrían señalar muchas más:
Por ejemplo: la especie de que, una vez triunfante en un país el comunismo, la revolución anegaría el resto del mundo... En 1921 y 1922, aquellas demenciales esperanzas quedaron destrozadas en toda Europa, y se dio el advenimiento de una serie de regímenes de extrema derecha en todo el continente, como contrapartida: Italia, Polonia, Hungría, Rumania, Portugal, España y más tarde Alemania, fueron buena muestra de ello.

Por ejemplo: aquella mentira reiterada de que las teorías económicas marxistas, una vez llevadas a la práctica, traerían el paraíso de la abundancia a la tierra... Lenin agregó la energía eléctrica a las ideas de Marx y creó la Unión Soviética, pero a partir entonces (y hasta la caída de aquel gigante con pies de barro, en 1991), la economía de ese singular «edén de los trabajadores» consistió, con regularidad matemática y precisión milimétrica, en un bochornoso fracaso... Al igual que las economías de todos sus satélites y émulos, entre las cuales el modelo más perfecto debería ser, sin lugar a dudas, la Cuba de Fidel Castro.

Por ejemplo: la teoría del inevitable advenimiento (gracias al comunismo en acción) de una sociedad justa, sin clases, sin desniveles y sin privilegios de ningún tipo... Obviamente, en los países comunistas se creó una nueva sociedad, pero, retomando el arquetípico ejemplo de Rusia, la aristocracia zarista fue tan sólo sustituida por la aristocracia del partido comunista. Y sucedió que los nuevos amos resultaron ser tanto o más despiadados que los antiguos (al menos ningún zar hizo matar, de un golpe, millones de campesinos, como lo hizo el repugnante tiranuelo Stalin), y las diferencias se agudizaron... No en vano, todo país comunista que tuviera fronteras con países no comunistas ha debido recurrir a medidas extremas para evitar que el grueso de su población se le fugue hacia la libertad y el confort de las odiosas sociedades capitalistas...

Todas ellas han sido contradicciones aberrantes —explicaba—, de una ideología que nació ya muerta, y que, extrañamente, casi un siglo atrás, se preocupaba del Izquierdismo como si de una peligrosa dolencia infantil se tratase.


Definiendo el concepto de «izquierdista»

Por el enunciado antiquísimo de que «todos los caminos conducen a Roma», podríamos adherir en cierta forma al postulado de Lenin, para afirmar que, de alguna manera, el hecho de ser izquierdista significa un paso en dirección al comunismo.

Sabemos perfectamente aquello de que, si bien todos los comunistas son (al menos en teoría) marxistas, no todos los marxistas son comunistas, Pero si convenimos que las condiciones de «izquierdista» (término un poco vago, por cierto) y «marxista» son inseparables, deberíamos acordar que, de alguna manera, en algún momento y en algún lugar, todo izquierdista servirá como peón en el gigantesco tablero ideológico de la esfinge imperial comunista.

Si el izquierdista es socialista, y toma su partido el poder, correrá a ofrecer cargos y asesorías a sus primos hermanos comunistas: se dejará infiltrar soberbiamente (como en el caso de los social-demócratas alemanes de Willy Brandt, por ejemplo), y de mil maneras diferentes comenzará a socavar su propia sociedad en un sentido marxista de la economía, la política, la sociología y la historia. Y no sólo eso: también trabajará para derribar los fundamentos morales y religiosos de aquella sociedad. Después de un prolongado gobierno socialista, en países como España o Alemania, la mayor parte de la juventud reniega o desconoce la religión; la demografía se va por los suelos; las mujeres se niegan a tener hijos; el aborto se convierte en una solución terapéutica tan normal como el uso de aspirinas, etcétera.


La izquierda feliz

Los regímenes burgueses y «derechistas» de América Latina han sido generosos en extremo con sus izquierdistas, desde tiempos casi inmemoriales. Por ejemplo, en la década de 1920 a algún idiota se le ocurrió esa broma pesada de la autonomía para las universidades del Estado, y como aquel abominable mamarracho no bastara, para colmo permitieron que toda la gama posible de izquierdistas —desde los tibios, de cafetería, hasta los rabiosos de barricada— tomasen el control en las mismas y las convirtieran en focos marxistas y revolucionarios… ¡Utilizando, para tales efectos, los dineros de aquellos mismos gobiernos «burgueses» y «derechistas»… Demás está decir que, hasta la fecha, la Universidad de San Carlos de Guatemala es un perfecto ejemplo de tales degeneradas situaciones, a vista y paciencia de los estúpidos gobiernos que hemos tenido que soportar en las últimas cinco décadas. También a los izquierdistas se les permitió copar los principales círculos intelectuales; apoderarse sin la menor oposición de los sindicatos (para transformarlos en el estercolero que hoy conocemos y sufrimos en Guatemala); hacerse dueños y señores de la enseñanza y de todos los centros de poder que en algún momento pudieran apetecer. Se les dejó acomodarse en todas las instancias del Estado como «funcionarios» y «empleados públicos», y se les dio rienda suelta para que lanzaran al mercado una verdadera legión de ONG… También, ¡faltaba más!, se les dejó publicar y decir cuánto quisieron y cómo lo quisieron. Y se les dejó, en base de sepa Dios qué sacrosanto principio, colgarse de los medios de comunicación como si de una sedienta legión de vampiros se tratase. Se les ha dado importante figuración en los gobiernos de «derechistas», de «burgueses» y de «empresarios», y no precisamente como ujieres —lo cual ya habría sido un exceso—, sino en cargos altísimos y de gran influencia: cancilleres, vicepresidentes de la República, secretarios de Planificación, ministros de Educación, ministros de Cultura, etcétera, etcétera… Si se tiene en cuenta que toda la izquierda junta nunca ha llegado a conseguir un 10 por ciento de las preferencias del electorado en Guatemala, habrá que llegar a la conclusión de que los tales gobiernos de «derechistas», de «burgueses» y de «empresarios» no han sido otra cosa que gobiernos de idiotas, cretinos y nahuilones.


Izquierda infectada de burguesitis

Los muchos izquierdistas que suelen vivir colgados de la ubre ubérrima del Estado burgués, suelen lucir con denuedo y reiteración sus plumajes orondos de pavos reales. Y ello tiene su lógica, puesto que, extrañamente, el régimen derechista en turno siempre parecería haberlos engordado con ese amor alevoso que caracteriza siempre las relaciones cómplices entre canallas de diferente índole y color. Por allí deambulan nuestros izquierdistas: todos gordos, todos bien trajeados, todos orondos y con la panza bien repleta... Todos haciendo gárgaras con el mejor whisky importado; buena parte fumando cigarrillos rubios (con filtro) importados; todos trajeando sus ruines humanidades en las mejores boutiques y «tiendas de prestigio»... Frecuentan los lugares más caros. Cobran excelentes sueldos (más viáticos y regalías). Engullen con cuatro carrillos mientras despotrican —a gusto y placer— contra todos y contra todo… ¡Menos contra el benemérito Fidel, ese benefactor y ángel guardián del pueblo cubano! Ellos, los valerosos revolucionarios de café: quienes palidecerían mortalmente si por casualidad llegaba a estallarles más o menos cerca un inocente canchinflín.

Recuérdese cuántos de ellos pusieron pies en polvorosa (¡patitas para qué te quiero!), durante los «años de la guerra», como sabia y prudente medida para evitar el abrazo fraternal de la dama Justicia. Y claro… Cuando los retrógrados pensábamos que aquellos «héroes revolucionarios» se iban derechitos a buscar exilio en la Cuba de Fidel Castro, en la Rusia soviética o en la China maoísta, todos ellos nos dejaron con un palmo de narices... ¡Que nada! ¡Qué joder ni qué ocho cuartos! Todos terminaron refugiándose, igual que ratas asustadas, en los odiados países capitalistas: en la Francia burguesa, en la Alemania súper industrializada, en los países escandinavos ultraliberales... Y, todavía más sorprendente: un gran número entre ellos se acogió a la generosa (más bien habría que decir «estúpida») protección de la odiosa meca del capitalismo explotador: ¡los Estados Unidos de América!... Pero, ¡por supuesto!, no nos llamemos a confusión: que una cosa es ser un izquierdista, y otra muy diferente es ser un idiota.

Todos ellos: los infiltrados, los corruptos, los bellacos... Los apólogos de doctrinas fracasadas y decrépitas, de los sistemas sin justificación. Ellos, los izquierdistas de ayer, al igual que sus abominables correligionarios de hoy, han estado y siguen estando enfermos de muerte. Padecen una terrible dolencia: la enfermedad senil del Izquierdismo, cuyos síntomas son trágicos, universales, patentes e inocultables.

El paciente de este terrible mal adolece, por regla general, de indeclinables apetencias burguesas. Apostrofa una sociedad, un sistema y uno clase (la burguesía), que le son odiosas. Pero, al mismo tiempo, padece de todos los defectos, vicios y renunciamientos inherentes a ese burgués arquetípico del que tanto reniega y abomina. Cómodos por esencia, muchos de estos izquierdistas posmodernos acostumbran usufructuar las riquezas e influencias de sus papitos burgueses-derechistas, para dar reposo y placer a sus blandas y cobardes humanidades. Acomodaticios por excelencia, reptan con instinto infalible hacia los buenos cargos altamente rentados de las empresas capitalistas y de las oficinas estatales. Y, felizmente (gracias a su innata carencia de moral y principios): ¡la monstruosa contradicción implícita en todo ello no les perturba ni un ápíce! Porque el objetivo será siempre el mejor emolumento a cambio de la menor cuota de esfuerzo (...¡Y que todo sea por la revolución!).

Cínicos por convencimiento, disfrutan con retardado placer de diletantes todos los frutos ubérrimos y todas las mieles empalagosas de una sociedad capitalista por cuya destrucción trabajan (y charlan y cacarean) tan activamente.

Adiposos de mentalidad, buscan siempre el calor y la protección de aquello que odian y atacan. Por tal razón, están invariablemente ligados a estas sociedades capitalistas y democráticas de tolerancia abundante, en las que los parásitos e indeseables no sufren el lógico proceso de extirpación quirúrgica que tienda a erradicarlos. Porque, si es cierto que nuestras sociedades occidentales están precisamente corroídas por su tolerancia suicida para con estas alimañas, precisamente el izquierdismo, tomado como un todo, está enfermo de una senilidad cada vez más aguda, gracias a ese carácter absolutamente contradictorio de sus cultores...

Revolucionarios marxistas en relucientes autos de último modelo… Fieles discípulos del Ché Guevara habitando lujosas viviendas de la zona 14… Quizás en contradicciones como ésas radique, a la postre, nuestra salvación en cuanto civilización, pues una revolución avasallante no puede provenir jamás de las manos temblorosas y debiloides de una legión de corruptos enfermos seniles.

El difícil tránsito de América Latina

Un reciente artículo de Armando De la Torre, «De héroes y la rutina “democrática”», pone el dedo en la llaga y señala algunos aspectos significativos que bien podrían explicar el desastre que es, en estos precisos momentos, la mayor parte del agitado subcontinente latinoamericano. De la Torre comienza con el proceso electoral que ya está viviendo Guatemala e indica que el panorama sigue caracterizado por «los mismos rostros, los mismos gestos, las mismas “ideas” de siempre», con la señalada excepción del doctor Eduardo Suger… De acuerdo a lo cual, está vaticinando que, de manera tan segura como puntual habremos de tener, mal que nos pese, un nuevo gobierno que no será otra cosa que «más de lo mismo». Y las referencias para «lo mismo» son bien claras: Cerezo, Serrano, De León Carpio, Arzú, Portillo, Berger… Un futuro nada alentador, si se me permite decirlo.

Renglón seguido, De la Torre entra de lleno en cuanto atañe a Iberoamérica, que, en pleno siglo XXI, está inmersa en el retorno de las ideas populistas que llevaron al poder a un Perón o a un Fidel Castro y que permitieron que tales personajes hicieran con sus respectivos países lo que es harto sabido: bancarrota, retrocesos socio-económicos dramáticos, descensos alarmantes en los indicadores reales de calidad de vida (pues la educación, la salud pública y el deporte de Cuba no son otra cosa que groseras imposturas y gastadísimas cortinas de humo con las cuales se pretende justificar lo injustificable), demagogias desenfrenadas, feroces y viles ataques contra la libertad de expresión, persecución de todos aquellos que se atreven a disentir, derroches hemorrágicos de los dineros públicos, etcétera, etcétera… No importa que los personajes en turno se llamen, hoy día, Chávez, Correa, Morales, Ortega o Kirchner. Ni tampoco tendría mayor relevancia mencionar a quienes les ofician de compañeros de ruta o cretinos útiles, llámense Lula, Bachelet o Vázquez. En cualquier caso, se trata de quienes representan —aunque sea con variados matices, si bien siempre juntos en la búsqueda de metas determinadas— a las ideas más oscurantistas que tuvo la desgracia de parir (con la previa ayuda de Karl Marx) el desafortunado siglo XX. Y como comprenderán ustedes, entre todas esas ideas, el comunismo cerril es quien marcha a la vanguardia y lleva la batuta. Dieciocho años después de la caída del infame muro de Berlín y dieciséis desde el aparatoso desplome de la Unión Soviética, en este desdichado subcontinente estamos a punto de ser devorados por un fenómeno que sólo puede ser explicado con pocas palabras: ignorancia, estupidez, resentimiento… Pero es un fenómeno al cual deberíamos dar un nombre específico y definido, en vista de lo cual no encuentro nada mejor que esto: la enfermedad senil del comunismo.

Para continuar fiel a sus tradiciones más entrañables, América Latina ni tan siquiera se aferra a un brote ideológico que cuando menos tenga algunos estrechos puntos de contacto con el tiempo presente, llámese a éste modernidad o posmodernidad. El comunismo era una ideología vil, decadente y degenerada desde hacía ya varias décadas. Debido a ello, la URSS se desplomó, la China comunista se volcó escandalosamente al sistema capitalista, la Cuba de Castro se hizo de la vista gorda frente a una prostitución galopante y se convirtió en destino predilecto del turismo sexual con tal de capturar dólares en cantidad apreciable… Pero los teóricos del comunismo, esos eximios del funambulismo semántico y del malabarismo ideológico, se inventaron alguna que otra puesta al día en lo que se podría llamar —¡tan a tono con la posmodernidad y la globalización!— «neocomunismo» y «neomarxismo». Una forma interesante de reciclar una ideología degenerada, lo cual equivaldría a la pretensión o el intento de reciclar el producto final del proceso digestivo. Mas, sea para bien o para mal, cuando menos los neocomunistas y neomarxistas están en la sintonía moderna, sacando su ideología de la poza séptica e intentando pasarla, apresurada y desprolijamente, por una planta para el tratamiento de aguas negras. Muy por el contrario, nuestros cerriles marxistas y comunistas latinoamericanos se empeñan en chapotear con delectación malsana en lo más profundo de la poza, felices con cuanta más inmundicia y mayor hedor les vaya quedando como resultado de tan enjundiosos afanes escatológicos. El problema principal radica en que, no contentos con revolcarse en toda esa suma de asquerosidades, pretenden salpicar con ella cuanto se pueda colocar al alcance de sus fuerzas. En una palabra: de la misma manera en que actúan todas las pestes y pandemias, intentan extenderse con rapidez y pretenden cubrirlo todo con su pátina pútrida e infecta.

Es por eso que Armando De la Torre se plantea una pregunta que considero fundamental: «¿Estaremos mentalmente atrofiados?»… La contestación es más breve que cualquier modélico relato de Monterroso. «Sí». Porque un «Sí» a secas basta para explicarlo. América Latina está mentalmente atrofiada y, debido a que todo desarrollo o subdesarrollo comienza por la mente, y además, en vista de que a casi 200 años de nuestras primeras luchas independentistas seguimos empantanados en la senda del subdesarrollo, deberemos contestar, una vez más, con un rotundo «Sí». Las consideraciones que plantea De la Torre después de su angustiosa pregunta, reafirman lo que acabo de expresar. Él explicaba lo siguiente: «…Mientras los “tigres de Asia” se proyectan como protagonistas del futuro, nosotros, los iberoamericanos, nos empeñamos en quedarnos inmóviles, cuales ecos de Estados fallidos, incapaces de levantarse de su insignificancia mundial. Quizás Colombia y México mañana transporten al resto de nuestra Iberoamérica siquiera a las proximidades del final del siglo XX, pero ¿por qué habríamos siempre de esperar en el Istmo a que alguien nos indique la ruta? ¿Por qué no hacerlo a la inversa, por nuestra cuenta para los demás?».

De la Torre indica, después, que nos hace falta a los iberoamericanos «pensar en grande». Y concuerdo en todo con ello. En esta desdichada parcela del continente americano, casi todas las expresiones, principalmente aquellas vinculadas con la actividad del intelecto, demuestran un llamativo sello de subdesarrollo, el cual podría en principio explicarse por esa tendencia a pensar, idear, soñar, hacer y ejecutarlo todo «en pequeño». Para poner como ejemplo la televisión: mientras los norteamericanos producen desde programas como los de Geraldo y Ophra hasta series como «Seinfeld», «Frasier», «Lost» o «E.R.», llegando a los documentales de canales como History, Discovery o A&E, en Latinoamérica se producen horrendas e intragables telenovelas y espantosos talk shows como los de Marta Susana, Carmen Salinas o la «señorita» (¿de dónde? ¿Del blanco del ojo tal vez?) Laura… Mientras en las ciudades del Primer Mundo piensan en ampliar las vías de tránsito, en Guatemala nos esforzamos por hacerlas más pequeñas y, de regalo, ponerles en el medio un mamotreto como el transmetro… Y en cuanto a la calidad de estadistas de quienes nos gobiernan… Tener que aceptar que el único con cierta visión de estadista mundial que ha producido Latinoamérica en el siglo XX (y lo que va del XXI) ha sido Fidel Castro, exime de mayores comentarios.

Después de señalar la endémica tendencia de los latinoamericanos a pensar en pequeño, consecuencia inmediata de su incapacidad para pensar en grande, De la Torre explica nuestro patético subdesarrollo, nuestra desoladora realidad y nuestro previsiblemente escalofriante futuro por una sencilla carencia: la falta de héroes. Por supuesto que no se está refiriendo a tipos de botas rancheras y pistola al cinto, como Alfonso Portillo, ni a chafarotes desfilando bajo fanfarrias, ni a individuos que arengan ejércitos invisibles mientras cabalgan sobre una escoba y agitan una espadita de madera… La clase de héroe a la que Armando De la Torre se refiere es a aquellos que, sin ser de armas tomar, sí demuestran coraje y una gran capacidad de reflexión, a lo cual yo agregaría grandeza de mente, alma y espíritu… Y aunque De la Torre lo ejemplifica con el magnífico párrafo que transcribo: «…Tiene mucho del soñador solitario, como un Shakespeare o un Goethe, pero igualmente del “deshacedor de entuertos”, cual un Don Quijote redivivo que no necesita de la compañía de un Sancho que le defina la realidad, porque de antemano ya la lleva dentro. Hombre será de pocas palabras, pues no pretende probar nada a nadie. Ni se ensoberbece, porque no es consciente de su fuerza de arrastre. En versos de Pemán, como “el encanto de las rosas, que siendo tan hermosas, no conocen que lo son”…»… Por mi parte creo, firmemente, que uno de los grandes héroes de nuestra época es el empresario moderno, siempre capaz de soñar grandes realizaciones, de planificar sus más osados sueños y de arriesgar lo que sea necesario para concretar todo ello en una concatenación de brillantes realidades. Concuerdo con los nombres de quienes, a juicio de De la Torre, son héroes del pasado: «…Hacia atrás, Simón Bolívar, más temprano aún, Hernán Cortés, después José Martí, y hoy… ¿un Álvaro Uribe? En Guatemala conozco a Manuel Ayau, todavía con nosotros, y del resto del mundo se me agolpan los nombres, entre otros, de Winston Churchill, Juan Pablo II, Andrei Sájarov, Ronald Reagan, Margaret Thatcher, Vaclav Havel, Nelson Mandela y, en ciernes, también el de Orhan Pamuk».

Sin embargo, sería posible señalar muchos más, ciertamente. Héroes anónimos pero al mismo tiempo muy notables, como lo fue Don Julián Presa Fernández (Q.E.P.D.), quién tanto hizo por Guatemala durante ocho décadas de fructífera labor. Él, así como tantos otros grandes forjadores de la iniciativa privada en Guatemala, apellídense Castillo, Paiz, Gutiérrez, Herrera, Novella, Vila, Botrán, Campollo, Nathusius, Leal… ¡Y tantísimos más! Pero, volviendo con el meollo del asunto: el problema principal que hoy vive Iberoamérica hunde sus raíces en la ignorancia y el resentimiento de nuestras grandes mayorías, las cuales son —aunque esto deje de gustarles a quienes pretenden pensar en una sintonía «políticamente correcta»— un lastre insoportable, que sin cesar está operando con ciega diligencia para hundirnos, cada día con mayor profundidad, en las insoportables miasmas del subdesarrollo.

El amor… Esa cosa esplendorosa y terrible


Ayer volví a mirarla después de tanto tiempo, mas no fue en persona. Fue en un par de fotos de estudio, donde aparece junto a sus dos hijos. Una vez más me sorprendí —igual que cada vez que la veía— porque es hermosa, más allá de lo imaginable. Una Meg Ryan morena y tan guatemalteca como el espíritu de la tierra. Ella conserva la misma sonrisa deslumbrante; los mismos ojazos de plenilunio; aquella exacta serena belleza que me cautivó desde el primer instante, que fue la primera mirada. Ayer volví a mirarla después de una interminable jornada gris: siete años, tan largos y áridos como siete siglos. La imagen era fija y estaba exenta de su voz, que es dulce y cálida como miel espesa.


El amor suele ser terrible y maravilloso a un mismo tiempo. Con la misma inmensa fuerza irresistible es capaz de elevar, exaltar y destruir a un mismo tiempo… Una fuerza ciega, que desconoce las razones y desprecia las medias tintas. Arrasa con la furia de un tsunami y desgarra con la fuerza de un gigantesco depredador carnívoro. Acostumbra llegar sin invitación y casi siempre escapa, igual de improviso, dejando vacías las manos, el alma y la vida entera. En su mismísima esencia, me recuerda el título de una película famosa que fue rodada en 1955, bajo la dirección de Henry King, y cuyos protagonistas fueron Jennifer Jones y William Holden… Adaptación de una novela de Han Suyin, la historia —desarrollada en Hong Kong— giraba en torno al romance entre una doctora euroasiática y un corresponsal norteamericano, durante la guerra de Corea. Su título era «Love is a Many Splendored Thing» (El amor es una cosa esplendorosa). ¿Podría haber mejor definición que aquélla? El amor, de tan esplendoroso, toda vez que llega deslumbra y enceguece. Pero hace todavía más: imprime, con hierro candente, una marca que ni siquiera la eternidad lograría desvanecer. Uno desearía escapar de él, e incluso llegaría a negarlo hasta más de tres veces —tal como hiciera Pedro el apóstol con Jesucristo—, pero todo ello sería en vano. Tan sólo el desierto helado de la muerte parecería capaz de aplacar esas llamaradas devastadoras.


Miré con detenimiento sus fotos y volví a embeber los ojos y el alma con su belleza. Porque si hermosa es, y de sobra, también lo es por completo: en alma y cuerpo. Y sólo de verla, comprobé, con amargura, lo engañoso que es el poema de Gregorio Marañón: «…Espera, corazón, espera/ que ninguna inquietud es infinita,/ y hay una misteriosa primavera,/ donde el dolor humano se marchita…». Pero no es así. En absoluto. Entonces, mirándola, su esplendor me inundó y, extrañamente, experimenté casi lo mismo que quienes están en trance de ahogarse: regresó, como en un destello, el momento en que —siete años atrás— todo había terminado. La entera agonía que había seguido a ese instante desfiló una vez más, fugaz y lancinante. Dejé entonces de imaginar su voz, para arroparme en cambio con aquella música emblemática de mi tormento: el Adagio para cuerdas, de Barber. Y también para aferrarme, con desesperación, al último tramo de una hermosa y melancólica canción de Joan Manuel Serrat. Y volví a descubrir que aquélla no había sido una derrota más, sino la definitiva. Y ello me llevó, por fracción infinitesimal, a enfrentar el galope tumultuoso y mortal de los jinetes apocalípticos, sus fantasmales clarinadas de degüello, su avance arrasador, frente al cual tan sólo resta morir de pie y con las botas puestas.


Resulta por demás extraño lo que una imagen puede desencadenar entre las simas de la mente y el alma, en apenas fracción de segundos. Ciertamente: Love is a Many Splendored Thing… Ni siquiera «El Cantar de los Cantares» alcanzaría para describir y alabar el esplendor de la mujer amada. Asimilé por enésima vez el sentido del término Apocalipsis: «Revelación». Y me refugié, por un momento más, en la letanía de Serrat, tan cierta, tan propia, tan dolorosa:


«…Tus recuerdos son/ cada día más dulces,/ el olvido sólo se llevó/ la mitad./ Y tu sombra, aún,/ se acuesta en mi cama/ con la oscuridad,/ entre mi almohada/ y mi soledad…».

Breves comentarios sobre una extensísima entrevista


El pasado domingo 3 de junio, el matutino elPERIÓDICO publicó una extensa entrevista realizada por esos dos excelentes periodistas que son Juan Luis Font y Claudia Méndez Arriaza a la señora Rigoberta Menchú, candidata a la Presidencia de la República por el partido «Encuentro por Guatemala», y lo hizo bajo el sugestivo título de: «La mujer en la papeleta».

No voy a comentar esa preferencia que suelen manifestar las páginas de elPERIÓDICO con relación a esta candidata; tratamiento tan diferente de la recatada distancia que mantienen respecto de los demás candidatos a la máxima magistratura de la República, incluido el primerísimo favorito e innegable puntero de todas las encuestas, el ingeniero Álvaro Colom Caballeros…. Porque cada quién es libre de ceder a los llamados de su corazoncito. Ni tampoco me habré de referir a ella antecediendo el título de «doctora», como sí lo hacen más que a menudo algunos vividores y genuflexos harto conocidos, pues conozco a ciencia cierta la vacuidad, fatuidad y favoritismo que encierran casi todos esos tan cacareados titulitos «honoris causa», los cuales casi nunca suelen ser concedidos esas beneméritas personas que con creces y aún hasta la saciedad los merecen, tal como fuera el caso de mi entrañable y siempre recordado amigo, el filántropo Don Julián Presa Fernández (Q.E.P.D.). Y puedo opinar con cierta autoridad a ese respecto, pues he vivido la experiencia de cursar no uno, sino un par de doctorados reales, de los de verdad… Y me ha quedado bien claro que para conseguir en buena ley un título de tal índole, antes uno se verá largamente obligado a «parir enanos» y no sólo eso: ¡sino parirlos sin fórceps y al por mayor!

Más allá de la simpatía que despierte en mí la señora Menchú por dos sencillas razones, la de ser mujer (he ahí que nunca podré con mi genio) e indígena, deberé puntualizar lo siguiente: en realidad, mi interés radica en analizar los propósitos de la candidata. Porque se trata, ni más ni menos, de una persona que se está ejerciendo su derecho constitucional a postularse para ocupar por un período de cuatro años la Primera Magistratura de la Nación. Y debido que —a diferencia de tantos otros— en lo que es personal, Guatemala no me viene ni me vendrá nunca del norte, debido a que ella es la patria de mi elección, me veo en la necesidad ineludible de entrar en un breve análisis de las referidas declaraciones.

En este mes de junio de 2007, cuando las lluvias torrenciales comienzan a remojarnos con persistencia, también nos encontramos sumergidos de lleno en un período de elecciones y nuestros abundantes (en número, mas no en intelecto, salvo honrosas excepciones) candidatos compiten, con desprejuiciada enjundia, en el malsano deporte de propalar a los cuatro vientos unas propuestas casi siempre vacías y las más de las veces demenciales; casi todas las cuales se caracterizan, de manera invariable: ya por ser más insensatas que vacías; ya por ser más irrealizables que folclóricas; ya por ser más falsas y mentirosas que las promesas del mismísimo Satanás (anótese que le regalo la S mayúscula a ese hijo de mil… ya saben ustedes qué, en honor a la gramática y al diccionario, mas no por otro motivo). Y he aquí que, bajo la luz de tales acontecimientos resultará obvio que, si cualquiera tiene el derecho de propalar toda clase de intenciones bombásticas; de promesas surrealistas; de ofertas cataclísmicas; de señales premonitorias con irrestricta envergadura; de presagios ultraoptimísticos (no busque en el diccionario, porque el neologismo es de mi autoría); de ofrecimientos promotores del éxtasis irrestricto; de propuestas cuasi orgásmicas (¡wow!, ésas sí que a todos fascinarán…); de presentes preanunciados con reiteración y énfasis más que alevosos; de dádivas que apenas si tienen por límite el horizonte de la galaxia; de designios que parecen caer —como cascadas de néctar y aluviones de ambrosía— desde la propia morada de los dioses del Olimpo; de propósitos que, por extensísimo tramo, superan los delirios de fantasía pergeñados por los supremos escritores de la ciencia-ficción, llámense Bradbury o llámense Asimov; de infalibles pronósticos que ubican, a Guatemala, en la vanguardia del mundo civilizado… Si a todos los demás candidatos asiste tal derecho, también debería asistirle, por estricta justicia, a la señora Menchú, como claramente demuestra el texto de la entrevista publicada.

Confrontada con la primera pregunta: «¿Qué ofrecería un gobierno de Rigoberta Menchú?», la respuesta resultó a todas luces contradictoria, pues afirmó pretender, entre otras cosas difícilmente realizables: 1º) lograr una fiscalización y uso efectivo de los fondos públicos; 2º) lanzar una red de guarderías infantiles que cumplan con estándares internacionales y maestros que impacten; 3º) propiciar un bono familiar a cambio de que el niño rinda en la guardería… Se pretende una fiscalización efectiva, y renglón seguido, un uso también efectivo de los dineros públicos, es decir, de los que tributamos siempre los mismos contribuyentes de toda la vida. Pero, al mismo tiempo, en lugar de canalizar esos fondos para que el Estado cumpla con sus fines esenciales (seguridad, educación, salud pública, justicia, infraestructura), se pretende desviarlos para financiar una «red de guarderías con estándares internacionales» y con «maestros que impacten» (¿En qué sentido? ¿En el físico? ¿En el intelectual? ¿En el financiero? ¿En el correspondiente la moral, la ética y las buenas costumbres?)… Pero, ahora bien: los estándares internacionales provienen del Primer Mundo, debido a lo cual, la red de guarderías propuesta debería costar a los contribuyentes un ojo de la cara y la mitad del restante. Mas, al mismo tiempo: si se pretende alcanzar «estándares internacionales», se requerirá personal altamente especializado, es decir, formado en el Primer Mundo. ¿Acaso se pretende importar ese personal, que debería estar integrado por varios miles de personas, para atender las guarderías «con estándares internacionales»? Y una vez creadas las guarderías, contratado el personal, adquiridos los equipos, construidos o alquilados los locales destinados a su funcionamiento y creado un ente rector para administrar el funcionamiento de todo ese aparato… ¿Cómo hacer para evitar los actos de corrupción, las malversaciones de fondos y el crecimiento de más burocracia?

En cuanto a la presunta contratación de todos esos «maestros que impacten» (los cuales deberían ser, también, varios millares)… ¿Quiénes y cómo serían los tales? ¿Y en base a qué impresionantes cualidades habrían, todos ellos, de «impactar»? Esperemos que la referencia no tenga nada que ver aquella película donde Clint Eastwood personificaba a Dirty Harry, la cual se titulaba, precisamente, «Impacto fulminante». Y esperamos que la cualidad de «impactar» no tenga nada que ver con individuos al estilo de Mike Tyson… Porque, en cuanto a «impactar», ya contamos con unos cuantos personajes que impactan, ¡y de qué maneras!, como Joviel Acevedo y algunas otras joyitas pertenecientes a nuestro nada bizarro mas sí completamente «bizarre» gremio magisterial. Sin embargo, más allá de tales especulaciones, la pregunta toral sigue siendo: ¿cuántos miles de millones se quitarán cada año al Erario de la Nación para echar a andar y alimentar un proyecto de tamaña dimensión? ¿Y cuántos millones más para el bono familiar que se entregará a cambio de que «el niño rinda en la guardería»? Y también: cuánto dinero habrá de mezquinarse a carteras tan importantes como Salud Pública, Educación, Gobernación o Comunicaciones, para dárselo a las tales guarderías? Pero, ¡ah!, existe algo más importante todavía: ¿qué clase de «rendimiento» se esperaría de unos niños de pre-primaria que estén en una guardería? ¿Qué cursos deberían ser dictados en tales establecimientos, a efectos de que los niños «rindan»? ¿Se referirá el «rendimiento» a la posibilidad de que los infantes aprendan a contar hasta cinco o hasta diez? ¿Tal vez se pretenda acelerar el aprendizaje de los cuentos de Perrault o los Hermanos Grimm? ¿O se pretenderá, por el contrario, la imposibilidad de que los niños de las guarderías aprendan matemáticas, física quántica y filosofías comparadas? Vaya uno a saber…

Para decir verdad: toda la extensa y fatigosa entrevista, ¡tres páginas nada menos!, abunda en perlitas tanto o más primorosas que las arriba analizadas. Y de hecho, resultaría un ejercicio en extremo árido y agotador proceder al análisis metódico de todas las incoherencias y falacias allí expresadas. Pero baste con un ejemplo único para acortar tan arduo camino. Frente a la pregunta, «¿Deberíamos en Guatemala educar a todos los niños para que hablen inglés?», he aquí la respuesta: «Yo les pondría primero a estudiar el k’iche’, el mam, les pondría un par de idiomas nacionales. ¿Cuál es la urgencia? La urgencia es crear fuentes de comunicación a nivel nacional. La mayor cantidad de los mayas somos bilingües, hablamos más o menos el segundo idioma, por lo que no tendría por qué privarse del mismo derecho a los niños ladinos». Y después de esta obra maestra del despropósito, al replicársele que para ser competitivos a nivel global deberíamos hablar un idioma que nos conecte con el mundo, la respuesta textual ha sido: «Los ladinos se adueñaron del concepto de la competitividad, pero nuestra gente maya aún no pone sus reglas sobre ese tema».

Bueno, más allá de un despropósito con tales dimensiones, poco o nada quedaría para comentar. Y es un mayúsculo despropósito por el simple hecho de que ni los ladinos de Guatemala, ni tan siquiera los de toda América Latina reunidos, impondrán jamás regla alguna en el mundo globalizado, donde quienes mandan son entidades tales como la Comisión Trilateral, el Club Bilderberg, el G-8, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y las grandes corporaciones multinacionales. Para quienes en realidad manejan el mundo globalizado, Bill Gates es apenas un personaje arquetípico, de la misma manera que McDonald’s es poco más que una marca emblematica. Y en cuanto a George W. Bush, es tan sólo un simpático señor que da la cara en cuanto a decisiones políticas pero que, en la práctica, apenas si alcanza a hacerles los mandados. Para quienes manejan en realidad el mundo globalizado, los indígenas —no ya de Guatemala, sino de todo el continente americano— ni son nada, ni representan nada, ni importan tan siquiera un comino.

De manera tal que la «gente maya» (debería decirse «gente indígena», porque no había mayas ni rastros de ellos, en Guatemala, desde 800 años antes de que llegaran los conquistadores españoles) no impondrán nunca jamás «sus reglas» (¿cuáles?) sobre el tema de la globalidad, ese estado de cosas que deviene de la globalización y que, hoy día, puede ser perfectamente ejemplificado con aquella frase que se hizo tan popular a la hora de los naufragios en alta mar: «¡Sálvese quién pueda!»… Lo cual, explicado con otras palabras, significa lo siguiente: en un mundo globalizado, los países pequeños y en vías de desarrollo tenemos desde ya que pelear con uñas y dientes, mas no para conseguir un despegue meteórico que nos catapulte hasta las cimas doradas del Primer Mundo, sino, antes bien: para alcanzar aquellas migajas caídas de las mesas de los poderosos, por las cuales deberemos luchar sin tregua contra los otros (países pequeños y medianos en vías de desarrollo) quienes pretenden, desde largo rato a esta parte, quedarse con todo y dejarnos sin nada. Y en ese frío e inclemente escenario, los verdaderos dueños de la Globalización (que no es lo mismo que decir «el Primer Mundo») sencillamente nos arrojarán apenas aquellas sobras con que consideren conveniente saciar el hambre que nos aflige. Y más allá de esa descarnada e ineludible realidad, poco quedará por discutir… ¿Qué Hugo Chávez es una especie de Robin Hood marxista-narcisista y acudirá al rescate de todos los países fracasados de Latinoamérica, dejando a su paso un chorro interminable de petrodólares? ¿Qué Fidel Castro (o lo que de él queda) aportará su «infinita sabiduría» para que América Latina emerja de su secular atraso y compita, en pie de igualdad, con las potencias mundiales de la economía? ¿Que Evo Morales es un iluminado y apoyará las reivindicaciones continentales indígenas utilizando los réditos devengados por esos enormes depósitos de gas que tiene Bolivia en su subsuelo? ¡Zarandajas! ¡Puras pamplinas y delirios! Nada de eso sucederá y la única realidad posible es la que podemos apreciar, desde ya, a primera vista: que aquellos países que se acomodan al proceso globalizador y comienzan a desarrollar Tratados de Libre Comercio con Estados Unidos son los que, de alguna manera, salen adelante. En cuanto a los otros, no les quedará otro camino que el de la miseria perenne y, Dios nos libre de ello, de una africanización paulatina que, en muy corto plazo, podría tornarse irreversible.

En definitiva: la señora Menchú (a mí me gustaría más llamarla «Rigoberta», pero no tengo la confianza suficiente para hacer tal cosa) me ha defraudado. Lo que leí en esta entrevista no me ha convencido en lo más mínimo. Y en consideración a que ella es mujer e indígena (en realidad, ella proclama ser «india»), he omitido la mayor parte de las críticas que hubiera podido hacerle, lo cual —lo acepto y admito—, es un comportamiento claramente discriminatorio por mi parte, en perjuicio de los demás candidatos a la Presidencia de la República… Y no en contra de ella, vuelvo a admitirlo, sino a favor de ella, por lo cual me avergüenzo, si bien debe obrar, en mi disculpa, que todos tenemos nuestras debilidades. Y en cuanto a esa preciosa e inteligente mujer que es Nineth Montenegro… Bueno, sólo me resta sugerirle (junto con mi admiración) que lea el estupendo artículo que publicó en la sección de Opinión de elPERIÓDICO el columnista Gustavo Berganza, bajo el título más que sugestivo de: «Yo que Nineth me preocupaba».

En memoria de James A. Michener


Una de las escasas verdades o certezas que ha conseguido rescatar la filosofía inventada por la Humanidad, después de varios milenios saturados con dudas sistemáticas e interrogantes angustiosos, puede resumirse en una breve fórmula: la única certeza que aguarda al hombre, a partir de su nacimiento, radica en la fatalidad de morir.. Y diez años atrás, en 1997, la muerte le llegó a James A. Michener, un escritor norteamericano que por entonces sobrepasaba los 90 años y que ordenó a sus médicos desconectar unos aparatos de diálisis que le habían mantenido con vida desde 1993. Si todavía estuviese con vida, el gran escritor estaría celebrando este año su 110 aniversario.


El nombre de James A, Michener resonará con ecos discordantes para ciertos memoriosos de este lado del río Bravo. Exactamente veinte años atrás, en 1987, en cierta ocasión le preguntaron por qué razón no se decidía a escribir una de sus grandes novelas acerca de América Latina, él contestó lo siguiente: «…Porque me disgusta herir a la gente. Yo siempre trato de decir la verdad y, si tuviera que escribir lo que siento acerca de América Latina, tendría que decir que es un continente de segunda, habitado por gente de tercera». Aquella sinceridad urticante provocó reacciones airadas y, entre las realmente brillantes, estuvo el artículo inaugural de Francisco Pérez de Antón para su celebérrima columna En corteza de amate, titulado «La enorme distancia»… Claro que, para leerlo, habría que conseguir el número cero de la revista Crónica, correspondiente al 5 de noviembre de 1987 (El número uno se publicaría dos semanas más tarde, el 19 de aquel mismo mes)… Lamentablemente, en este Año de Gracia de 2007 Crónica no celebrará su vigésimo aniversario, lo cual es lástima grande porque ella fue, hasta el final de sus días, una publicación excelente… Pero, volviendo con James A. Michener: cabe agregar que el tiempo le hizo recapacitar en cierta medida y produjo una novela titulada México, dedicada más que nada al mundo de los toros.


En cuanto a mí concierne, ni las más ácidas declaraciones de aquel escritor —acerca de lo que fuere— hubieran podido arrancarme de sus libros. Y además, visto lo que es América Latina en el momento presente, se diría que Michener no estuvo tan descaminado cuando formuló aquella polémica declaración en 1987… ¿Qué hubiera podido decir, ahora mismo, contemplando el tortuoso panorama latinoamericano donde destacan, con luces de estridencia psicodélica, personajes del calibre de Fidel Castro, Hugo Chávez, Evo Morales y tantos otros que parecerían directamente extraídos de un relato de espanto? Desde el momento en que tomé una de las kilométricas y exhaustivas obras de Michener me convertí en adicto y dediqué mi afán a leerlas todas.


El estilo de Michener me agradaba, pues era verdaderamente magistral a la hora de determinar un país o un tema determinado y entonces agotarlos, sumergiéndose hasta las más profundas raíces —históricas, antropológicas, socio-económicas— y entretejiendo además, en forma paralela pero perfectamente sincronizada, una brillante concatenación de historias y personajes perennemente caracterizados por el interés, la sobriedad y lo ameno. Puesto a la tarea de escribir una de aquellas monumentales historias que finalmente se publicaban con mil o más páginas, el hombre solía echar mano de disciplinas tan dispares como la historia, la antropología social, la zoología, la geología, la arqueología y muchas otras disciplinas con el propósito de montar, aunando a todo lo antedicho sus extraordinarias dotes de fabulación, unos rompecabezas literarios de atractivo irresistible.

Una vez que aconteció su muerte fueron mencionadas con apresuramiento, en algunas desprolijas notas de periodismo necrológico, algunas de sus primeras producciones, tales como «Cuentos del Pacífico Sur», «Sayonara», «Caravanas» y «Los puentes del Toko-ri»… Mas de poder hacerlo o en el caso de que alguien me lo pidiese, yo recomendaría la lectura de otras, que fueron posteriores a las mencionadas pero resultaron mucho más ricas y complejas. Para comprender el desarrollo histórico de Sudáfrica, nada más indicado que La Alianza (The Covenant). Para conocer a fondo la trama histórica de Estados Unidos, lo más indicado sería leer varios libros excelentes en fila: «Bahía de Chesapeake», «Hawai», «Centennial», «Texas», «Espacio» y «Alaska»… Y a fin de profundizar en algunas otras regiones del mundo, nada sería más apropiado que referirse a la lectura de obras como «Caribe», «Polonia», «El manantial de Israel» o «Iberia»… Ningún lector saldrá lastimado por una experiencia semejante y, en cambio, podría gratificarse con creces en la aproximación a uno de los grandes escritores americanos de la segunda mitad del siglo veinte.

El horror en literatura y el cine


La novela de horror registró sus primeros antecedentes en el siglo XVIII, gracias al impulso recibido por parte del movimiento romántico o romanticismo. Comenzó con las novelas góticas de cierto renombre, tales como «El castillo de Otranto» (1764) de Horace Walpole; «El viejo barón inglés» (1778) de Clara Reeve; «Udolpho» (1794) de Ann Radcliffe; o «El monje» (1796) de Matthew Gregory Lewis. Suele explicarse que la aparición de la este tipo de literatura fue el producto de una reacción estética de algunos personajes cultos de Europa Occidental contra el avance del Racionalismo. Desde una óptica convencional se homologa a la novela gótica con la de terror —cuando menos fue su inmediato antecedente y forma parte de su génesis—, y se la vincula con ciertos elementos estéticos ineludibles: los paisajes y residencias sombríos; unos bosques tan oscuros como impenetrables; las ruinas medievales; los castillos tenebrosos que ocultan criptas y pasadizos; los ruidos nocturnos inexplicables… Y también las apariciones fantasmagóricas, los esqueletos que espantan, los demonios de la noche. Resulta por demás interesante que en el campo de la novela gótica, cuya existencia convencional los críticos extienden por un período relativamente breve (comenzando en 1764 con «El castillo de Otranto» de Walpole y terminando en 1815 con «Melmoth el errabundo», de Charles Maturin, apenas medio siglo), las escritoras hayan ocupado un sitio muy destacado. Ahí tenemos a Clara Reeve. Y también ahí, al máximo representante del subgénero, quien no fue otra que la señorita Ann Ward, quien se inmortalizó con su nombre de casada: Ann Radcliffe (1764/1823). Demás está decir que ya en el siglo XX, existió un revival de la novela gótica, aunque no tanto enfocada en la simbología externa del miedo sino, antes bien, en los terrores que permanecen ocultos dentro de la mente humana.


Sin embargo, el primer gran maestro o gurú de la literatura de horror iba a ser, sin lugar a dudas, el escritor norteamericano Edgar Allan Poe (1809/1849), quién incidió notablemente en el desarrollo posterior de ese subgénero y al mismo tiempo influyó en toda clase de relatos que serían producidos por muy diferentes autores, hasta bien entrado el siglo XX. Edgar Allan Poe escribió un cúmulo de cuentos célebres, entre los que destacan: «El pozo y el péndulo», «El barril de amontillado», «El gato negro», «El escarabajo de oro», «El corazón delator», «La caída de la casa Usher», «Ligeia», «El entierro prematuro» y «La verdad sobre el caso del señor Valdemar»; y es por ello que se le considera el creador del cuento de terror psicológico así como también el padre del relato corto. Edgar Allan Poe también escribió una novela: «Las aventuras de Arthur Gordon Pym» (1838), así como poemas, ensayos y hasta fábulas. A partir de aquel autor, el subgénero de horror o terrorífico (como algunos prefieren llamarle) ganaría un vuelo extraordinario y se expresaría en la obra de diversos autores del mundo occidental, principalmente de Inglaterra, Francia, Alemania, Estados Unidos, España e incluso Latinoamérica, donde entre finales del siglo XIX y principios del XX iban a despuntar algunos autores importantes, principalmente expresados en el cuento terrorífico, más todavía que en la novela.


Esos autores latinoamericanos fueron el uruguayo Horacio Quiroga; los argentinos Eduardo Wylde y Eduardo Holmberg; y el nicaragüense Rubén Darío (sus relatos terroríricos y fantásticos fueron publicados por Alianza Editorial, en 1976, 1979 y 1982, en su colección Libro de Bolsillo). Después de Poe, sin que ello signifique dejar de tomar en cuenta toda una constelación de famosos escritores que hicieron aportes significativos —tales como Théophile Gautier, Guy de Maupassant, Gustavo Adolfo Bécquer, Wenceslao Fernández Flores, Lord Dunsany, Arthur Machen, Robert W, Chambers, Ambrose Bierce, Bram Stoker o Algernon Blackwood—, el siguiente gran hito y personaje indiscutiblemente renovador para la literatura de terror fue el gran Howard Phillips Lovecraft (1890/1937), creador de toda una cosmogonía a la cual se denomina Mitos de Cthulu y también iniciador del llamado «Círculo Lovecraft», una original hermandad de escritores de lo oculto y lo terrorífico que estuvo conformada por un cúmulo de sobresalientes escritores, entre quienes se debe mencionar a Frank Belknap Long, Robert E. Howard, Clark Ashton Smith, Henry Kuttner, Robert Bloch, August Derleth, Donald Wandrei, J. Ramsey Campbell y Hazel Heald.


Lovecraft, quien al igual que Poe fue más un cuentista que un novelista (esto, debido a que la forma más directa para publicar sus escritos estaba en revistas de relatos fantásticos, tales como la célebre Weird Tales), legó pese a ello al subgénero algunas novelas cortas importantes, tales como «El que acecha en el umbral», «La sombra sobre Innsmouth», «El caso de Charles Dexter Ward» y «El horror de Dunwich». Este escritor dejó una huella imborrable en la literatura de horror, y por cierto con mucha mayor profundidad en el presente que cuanto haya podido legar Poe. La vida de Lovecraft fue triste, conflictiva y en cierta medida extraña. Es muy probable que todos sus temores y frustraciones hayan encontrado en sus inquietantes relatos una necesaria válvula de escape, pero ello no puede quitar ni un ápice a la importancia global y en la proyección universal de su obra. Sobre la influencia de Lovecraft en tiempo presente puede dar debida cuenta el siguiente ejemplo: como parte de los ya mencionados Mitos de Cthulu, creación simbólica estructurada por Lovecraft y algunos autores de su célebre círculo, surge uno de los libros ficticios más famosos en toda la historia de la literatura, el «Necronomicón» («El libro que contiene lo relativo a las leyes de los muertos» sería una de las traducciones tomadas de su etimología griega). Durante décadas después de la muerte de Lovecraft, las bibliotecas de USA recibían innumerables reclamos para consultar ese libro inexistente. Y he ahí que, en estos alegres tiempos de posmodernidad, algunos de esos listillos que nunca faltan y más bien sobreabundan, decidieron poner manos a la obra y hacer algo de dinero utilizando el legado literario Lovecraft y la credulidad del vulgo. Y he ahí que se han publicado versiones del «Necronomicón». Versiones absolutamente inventadas. En definitiva: un montón de patrañas y falsedades que han permitido hacer buen dinero a personajes inescrupulosos.


Cuando se llega hasta las dos últimas décadas del siglo XX, incluidos los primeros seis años del XXI, se puede anotar el apogeo de autores ahora tan conocidos como Stephen King, Peter Straub, James Herbert, Clive Barker, Dean R. Koontz, Graham Masterton, Anne Rice (renovadora de la novela gótica) o T. E. D. Klein. Pero también se encuentran fenómenos tales como el surgimiento de un nuevo subgénero o ramificación dentro del subgénero mayor de la novelística de horror: aquello que recibe la gráfica denominación de Gore (palabra inglesa que puede traducirse como sangre coagulada, o como la acción a apuñalar), uno de cuyos maestros ha sido Richard Laymon. El subgénero Gore es, ni más ni menos que una derivación con puesta al día del teatro francés del Grand Guignol, que floreció hacia finales del siglo XIX, cuyas principales características radicaban en una grotesca sucesión de estrangulaciones, degüellos, extremidades arrancadas y violencia desenfrenada, todo ello morosamente desarrollado encima de un escenario.


Pero, a fuer de sinceros, el subgénero Gore ha debido tanto su existencia como su expansión a la industria cinematográfica, es decir a Hollywood, pues ha proporcionado el argumento para películas tales como las series de «Halloween», de «Viernes 13», de «Crímenes en la calle Elm», de «Chucky» y algunas otras, individuales (no seriadas), que son ahora de culto entre los cinéfilos del mundo entero, como las que enumero a continuación: «Blood Feast» (1963); «Maniacs» (1964); «Night of the Living Dead» (1968); «I Drink your Blood» (1971); «Last House on the Left» (1972); «The Texas Chainsaw Massacre» (1974); «Evil Dead» (1981); «Re-Animator» (1985); «Hellraiser» (1987); «Nekromantik» (1987); «Braindead» (1992); «Ravenous» (1999), etcétera. Parcial o completo, el subgénero Gore ha aflorado en muchas otras producciones —sus cultores incluso reivindican «The Exorcist» (1973), dirigida por William Friedkin y basada en la novela de William Peter Blatty—, donde lo más importante ha sido mostrar, de la manera más cruda posible, una sucesión irracional y aparentemente interminable de asesinatos espantosos: mutilaciones, órganos humanos expuestos y grandes volúmenes de sangre se constituyen en el principal recurso estilístico, para redundar en buenas ventas de libros o taquillas de películas.


En la segunda mitad del siglo XX la literatura de horror ha crecido extraordinariamente, no sólo debido a las cualidades que se hayan podido expresar a través de una nueva y muy particular forma de literatura sino, más bien, por los innegables aportes y apoyos que ha recibido, a lo largo del tiempo y gracias a unos medios de expresión que, siendo en principio ajenos al género original (la novela impresa o novela/libro), sí han terminado por vincularse con él por motivos de estrategia o mercadología. Durante el siglo XIX, el principal entre los apoyos mencionados —que siempre llegaron desde medios de expresión o comunicación ajenos al quehacer literario—, provino del teatro, al cual se le puede considerar a un mismo tiempo como institución, medio de comunicación y, en su forma escrita, género literario ajeno a la novela en sí.


Fue ese teatro el cual, tan sólo en el viejo continente y en el siglo mencionado, llevó a escena una infinidad de historias acerca de vampiros y además creó e impuso, como un subgénero propio, aquél ya mencionado anteriormente al que se conoce como Grand Guignol, cuya expresión artística ha sido una combinación de lo grotesco con lo sanguinario y lo espectacular, gracias a lo cual hizo verdadero furor en la Francia del último cuarto del siglo XIX.

Durante el siguiente siglo XX, los aportes o apoyos antes mencionados se diversificaron notablemente y los principales llegaron al relato de horror por las mucho más modernas vías del cine, la radio, la televisión y, últimamente, del cable, y la TV digital por vía satélite… Sin olvidar que en las últimas dos décadas del siglo recién pasado, a todo lo antedicho se le pudo sumar el nada despreciable aporte del videocasete, del DVD y de la red Internet, incluidos en ésta los intentos hasta ahora infructuosos por imponer el libro virtual, una de las preocupaciones que han mantenido en vilo, últimamente, a escritores tan exitosos como Stephen King.

En todo caso, no cabe duda alguna de que autores de la talla del norteamericano Stephen King («Carrie», «Salem´s Lot», «The Stand», «IT», «The Shinning», «The Dark Half», «Pet Sematary», «Desperation», «Needfull things»); o del británico Clive Barker («Waveworld», «Underworld» y las novelas cortas y cuentos reunidos en los diversos volúmenes de sus «Books of Blood»); así como, últimamente, la desconcertantemente gótica y vampirística autora estadounidense Anne Rice («Interview whit the Vampire», «The Vampire Lestat» y «The Tale of the Bodie Thief» —todos parte de sus «Vampires chronicles»—, a las cuales pueden agregarse otras, como «Lasher» «Cry to Heaven» y «The Witching Hour»), han alcanzado una difusión abrumadoramente mayor que la jamás recibida por muchísimos otros novelistas a los cuales la crítica especializada considera, no sin razón, bastante más literarios (en una concepción convencional del concepto) y, como consecuencia, de muchísimo mayor mérito y trascendencia que los de cualesquiera entre los tres famosos antes mencionados.

En una palabra: el ala conservadora de la crítica literaria especializada insiste en seguir considerando al subgénero terror y los escritores dedicados a cultivarlo como algo de muy discreta calidad y de mínimo valor que aquellos otros subgéneros —con sus correspondientes autores— de la novela a los cuales se suele considerar como «más serios» o, si se quiere y sin temor a redundancias: «más literarios»… Pero esa concepción, conservadora en exceso, suele pasarse por alto el hecho por demás evidente que, mientras autores teóricamente «menores» o «livianos» como Stephen King o Clive Barker venden millones de libros por cada edición y multiplican enormemente sus auditorios toda vez que una de sus novelas recibe el espaldarazo o eco multiplicador combinado de la industria cinematográfica, de la televisión (abierta o digital), del videocasete y del DVD, la mayoría de aquellos escritores a quienes se considera «más serios» o «más profundos» o «más literarios», muy raramente superan la venta de unos pocos millares de ejemplares por edición (cuando bien les va), y sus elaboradas elucubraciones impresas no suelen durar más que un par de semanas en los escaparates de las librerías. Y duran todavía mucho menos en las listas de «los más vendidos», si que alguna vez logran figurar en ellas. En consecuencia: ¿Constituye la novela de horror o terror un subgénero literario menor tan sólo porque así lo afirman los críticos? ¿O, por el contrario, constituye un subgénero literario respetable y mayor —ampliamente establecido— gracias al aporte de muchos autores de renombre y valía, como los últimamente mencionados? La polémica está planteada y proseguirá por mucho tiempo todavía, pues el caso es que ni tirios ni troyanos tienen la mínima intención de dar sus brazos a torcer.

Para finalizar, quiero mencionar un caso sumamente interesante, pues lo tiene todo: literatura, música, cine, genio, mediocridad, enormes auditorios, etcétera. En 1990 John Steakley escribió y publicó la novela «Vampire$», un relato denso y drásticamente mediocre que aún menos que nada hubiera podido aportar al género. Era una novela pésima que, para colmo, culminaba con una resolución ingenua, casi infantil. Sin embargo, en 1998, el sello Columbia Pictures, que había adquirido los derechos del libro, encomendó una versión cinematográfica al director John Carpenter, quien a su vez encargó el guión a Don Jacoby. El resultado cuajó en una historia ágil, directa y muy original, narrada en forma casi magistral y saturada con todos los elementos que pueden convertir cualquier publicación que haya sido escrita con cierta maestría en un éxito editorial: conflicto, amistad, lealtad, confrontación, suspenso, traición, sexo, amor, violencia y un giro muy original en cuanto al mito del vampiro. Como en muchos casos, la versión cinematográfica de «Vampires» (ahora sin el signo $ y retitulada «John Carpenter´s Vampires») superó ampliamente a la versión original impresa, repercutió sobre un enorme auditorio a nivel mundial y terminó convirtiéndose en lo que los norteamericanos denominan Cult Movie —película de culto—, junto con una infinidad de títulos memorables, tales como «The Asphalt Jungle» («La jungla de asfalto»), «Mrs. Miniver» («La señora Miniver», «All Quiet on the Western Front» («Sin novedad en el frente»), «Gone with the Wind» («Lo que el viento se llevó»), «From Here to Eternity» («De aquí a la eternidad»), «East of Eden» («Al este del paraíso»), «A farewell to Arms» («Adiós a las armas»), «Rebel without a Cause» («Rebelde sin causa» y muchas otros, todos los cuales fueron a su vez notables adaptaciones cinematográficas de novelas memorables.


Lo que pretendo resaltarse aquí, es lo siguiente: de la misma manera que novelas famosas se tradujeron en notables películas, ha habido casos como el de «John Carpenter´s Vampires», en los cuales una feliz asociación entre un excelente director, un buen elenco y guionistas con garra han podido transformar pésimas o mediocres novelas en películas verdaderamente atendibles. Pero los irreductibles conservadores de la crítica literaria suelen afirmar que, casi invariablemente, las versiones cinematográficas se las ingenian para destruir o adulterar todas aquellas entre las mejores novelas que son llevadas a la pantalla grande.